Analyticas del Sur. Revista de psicoanlisis en la crtica cultural

Edición Nº 12 • Diciembre de 2022 •

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Tantos pequeños rituales que nos inventamos

Ana Longoni

Escritora, Investigadora Independiente del CONICET y profesora de grado y posgrado en la Universidad de Buenos Aires y otras universidades. Doctora en Artes (UBA). Da clases en el PEI del MACBA (Barcelona) y en distintas universidades. Trabaja sobre los cruces entre arte y política en la Argentina y América Latina desde mediados del siglo XX hasta nuestros días. Autora de numerosas publicaciones, entre sus libros destacan Del Di Tella a Tucumán Arde (escrito junto a Mariano Mestman, 2000), Traiciones (2007), El Siluetazo (junto a Gustavo Bruzzone, 2008) y Vanguardia y revolución (2014). Sus últimos dos libros son Tercer oído y Parir/Partir, ambos publicados en 2022 . Dos obras teatrales de su autoría, “La Chira” y “Árboles”, se estrenaron en Buenos Aires en 2003 y 2006, respectivamente. Impulsa desde su fundación en 2007 la Red Conceptualismos del Sur. Curó las exposiciones "Roberto Jacoby. El deseo nace del derrumbe" (2011), "Perder la forma humana" (2012), "Con la provocación de Juan Carlos Uviedo" (2016), "Oscar Masotta, la teoría como acción" (2017) y “Giro gráfico. Como en el muro la hiedra” (2022). Integró la Comisión Gestora y fue vicerrectora de Investigación y Posgrado de la Comisión Gestora de la Universidad de las Artes, Guayaquil, Ecuador, 2015. Entre 2018 y 2021, fue directora de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía (Madrid).

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Tantos pequeños rituales que nos inventamos”, dice Ana Longoni. Sí. Aquellos ligados a cierto gusto propio y aquellos otros adicionales, los que alentaron en pandemia Covid 19 algún modo posible de continuar con un cotidiano profundamente subvertido.

 

Fotografía: Carolina Sanguinetti; @hornero.urbano

 

La narradora se despide de una amiga. Escribe no al modo de una biografía sino de una byografía, con y griega. Pequeña modificación ortográfica que introduce aquello que se pierde, ya que la biografía -en tanto que narración completa de la vida de alguien- es imposible. Porque quien la escribe pone de sí, su deseo está en juego. Y porque el deseo de aquel que es “narrado” implica necesariamente una opacidad que se resiste a la plena iluminación. La y griega está en el lugar de lo que escapa, de lo inenarrable, no porque se trate de algo secreto o inconfesable sino porque, por estructura, no podemos narrar el deseo. Sí podemos, tal vez, apuntar a él, deducirlo a posteriori a partir de ciertos actos.

Y tal es la operación de la autora quien, en la última narración de su libro Parir/Partir, testimonia acerca del paso por este mundo de Tamara Díaz Bringas (1973-2022), historiadora del arte cubana que vivió y trabajó diez años en Costa Rica y trece años en España, y que fue investigadora, curadora, escritora e impulsora de múltiples proyectos y espacios. Los remito a los datos acerca de Tamara incluidos al final del texto. Refiriéndose a ella Ana Longoni agrega: “Constructora de redes afectivas abigarradas y enredadas, dispersas desde su mar Caribe hasta Galicia y más allá. En todos los sitios por los que anduvo dejó trazas delicadas y entrañables, finas pero fuertes raíces como las que sostienen secretamente un manglar.” El secreto de un manglar parece ser un objeto no desconocido por el psicoanálisis, agalma a veces, desecho otras, causa de deseo. 

El psicoanalista está avisado de que su deseo está en juego en la experiencia de cada análisis que conduce. Lo sepa o no, el deseo de quien escribe una byografía también lo está. De igual forma, sucede así para quien hace crítica del arte. Frente a lo que sería una objetividad erudita, Longoni nos cuenta que Tamara Díaz Bringas escogió el título “Crítica próxima” para una compilación de sus textos. ¿El motivo? Dijo: “Ante aquella ficción de la ‘distancia crítica’ prefiero situar mi práctica desde la proximidad. La idea de estar implicada, de ser parte de los procesos con los que trabajo, de producir crítica, escritura o conocimiento con otros, junto a otros, más que sobre ellos.”

Los dejo entonces con este esbozo de byografía, esta evocación, testimonio o carta de despedida de Ana Longoni a una amiga. Frente a su desconsuelo, será otra amiga la que le ofrece la “imagen de una hoja seca que se desprende del árbol, cae y se integra a la tierra, la vuelve fértil.» Ana acepta estas “metáforas vegetales”: «ser humus, diseminarse en semillas, volverse un jardín.” Y concluye: “En un sentido material y concreto, Tam ya devino jardín, hace tiempo.”

Verónica Ortiz

  

Tantos Pequeños rituales que nos inventamos

Fue hace una semana. El jueves miré el teléfono al despertar y allí estaba la mala nueva. Quedé muda, entre espasmos de llanto y absurdas fugas al hacer-hacer. El tiempo del duelo es cíclico y circular, como nos enseña la viejita wichi sentada al pie de un añoso jacarandá en la película “El etnógrafo”, cuando responde a la pregunta sobre cuándo murió su marido señalando con los ojos hacia la copa del árbol: “cuando el árbol estaba florecido”. Así, cada vez que el árbol florezca, cada vez que sea jueves a la mañana y abra los ojos…

Abro los ojos y también la ventana (te he mandado, Tam, tantas fotos de esa primera luz de la mañana entrando a la habitación que ocupo hace unos meses), y en el techo de la casa de enfrente, posados en una vieja antena de televisor, dos pájaros: una paloma torcaza y otro más pequeño –quizá un pichón que ya aprendió a volar– achuchado por la lluvia que ha caído fuerte esta madrugada. El pequeño se queda allí parado un largo rato, juntando fuerzas para el vuelo.

Hoy es otro día. Abro los ojos y la ventana, busco al pájaro. Está nublado, el cielo gris, la antena vacía. Miro el vacío un ratito, sin decidirme a salir de la cama. De golpe, aparece. El pájaro se ve más entero que ayer, se emprolija las plumas o quizá se despioja, no deja de mover la cabecita hacia su propio cuerpo. Como una caricia.

Eso que parece intrascendente o diminuto, cuestión menor, eso es lo que Tamara trataba como un enigma y aprendía a develar.

Prestar atención a lo pequeño: aproximarnos hasta rozar las texturas íntimas, los poros de las cosas, sus nervaduras y sus fluidos. Así se movía Tam con todo. Atenta como felino, sensible como anémona, nada de lo que acontecía alrededor le pasaba inadvertido. Una percepción amplificada y amorosa, un pensar con el cuerpo a toda hora.

Lo define ella misma, ante la pregunta de Miguel López acerca de por qué el título escogido para la antología de sus textos, Crítica próxima (Teorética, San José de Costa Rica, 2016). Su respuesta condensa un programa vital e intelectual:

Ante aquella ficción de la “distancia crítica” prefiero situar mi práctica desde la proximidad. La idea de estar implicada, de ser parte de los procesos con los que trabajo, de producir crítica, escritura o conocimiento con otros, junto a otros, más que sobre ellos. Frente a los supuestos de una crítica neutra, objetiva y de un sujeto desencarnado, que todo lo ve, el feminismo defiende una perspectiva parcial, un pensamiento encarnado, situado, implicado en un contexto concreto desde el que se investiga o se escribe. Propongo entonces “crítica próxima” en consonancia con una epistemología feminista, y en ese sentido la proximidad sería también la del cuerpo, entender que el pensamiento pasa por el cuerpo. Por otra parte, “crítica próxima” podría remitir a lo que viene, a un inmediato porvenir, y me gusta pensar la práctica crítica y curatorial como interpretación e intervención en el presente, y también como modo de imaginar otros futuros”.

Fue ese mismo párrafo el que elegí leer al comenzar la primera reunión de coordinación del departamento de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía a la que ella no pudo asistir cuando se declaró la enfermedad, hace justamente un año. Tam había instituido esas reuniones, en la que logró poco a poco, con su modo artesanal (tejer urdimbre, amasar barro), que ocurriesen dinámicas transversales de trabajo, se materializaran complicidades y sinergias entre personas y equipos que antes apenas sabían l+s un+s de l+s otr+s, quebrando esa lógica de parcelas herméticamente ensimismadas que tiende a predominar en el museo.

Ella iniciaba cada una de esas reuniones compartiéndonos un trozo de película de Alejandra Riera, o un dibujo en lápiz de la hondureña Xenia Mejía, o un diagrama de Fran Cabeza de Vaca, o algún texto o canción dedicadamente escogidos, y ante el que nunca explicitaba ninguna razón o justificativo. No estaban allí en función de explicar o ilustrar nada. Ese desacomodamiento o incomodidad, ese dejarnos perplej+s o desorientad+s, en silencio ante la aparición de un hallazgo que no es la pieza que falta en el puzzle sino una señal nueva hecha de un material desconocido, que no encaja en ninguna parte y abre una brecha, otro orden de posibilidades.

Así Tam nos sacudía con delicadeza la burocracia de encima y nos hacía recordar sin decirlo que estábamos allí, trabajando en ese museo, por la capacidad de conmoción y de estremecimiento que el arte puede llegar a hacernos sentir.

“¡Buen día!”. Un potlatch como lluvia fresca e inesperada, en medio de una compleja, multitudinaria y abrumadora jornada de trabajo, esa era Tamara. Llegar al museo cada mañana y encontrarla ya allí trabajando, concentrada, su figura delgada envuelta en sus vestidos, sus pañoletas y sus zapatitos coloridos, y ante todo esa sonrisa luminosa que se desataba desde los ojos y le sacudía el cuerpo entero.

La inteligencia sensible y discreta con la que veía las cosas, aunque se mostraran arremolinadas, confusas y ásperas, y su capacidad de buscar el lugar desde el que pudieran desplegarse de otro modo, más amable y considerado. Más dulce y vital. Capaz de entender, sin tomar distancia, la trama de las cosas, la gente y sus latidos.

Conocí a Tam en el PEI (Programa de Estudios Independientes del MACBA, Barcelona) en 2008, como parte del potente grupo en que estaban entre otr+s Nancy Garín, Aimar Arriola, Linda Valdez, Miguel López, Fernanda Nogueira y Sol Henaro. Fue justamente la querida Sol la que unos años después la impulsó a entrar a la Red Conceptualismos del Sur, cuando ella estaba encarando el proyecto de dar forma al gigante archivo de Rolando Castrillón, en Costa Rica. Fue a partir de entonces que empezamos a colaborar estrechamente, viviendo ella en Madrid y yo en Buenos Aires, a tejer complicidades e idear tácticas para paliar la precariedad y el riesgo en el que sobreviven los archivos de artistas en América Latina.

Hablábamos, muy a menudo, sobre Cuba. A Tam le dolía la isla, la situación desesperada de la gente, el autoritarismo del poder y también la negativa (¿o negación?) de la izquierda latinoamericana a pensar el dilema y sentar posición. Sol rememoraba hace poco el gesto calmo y desafiante de Tamara al tomar la palabra desde el público cuando inauguramos la exposición colectiva “Perder la forma humana” en 2012 en el Reina Sofía, sobre cruces entre arte y política en los años ochenta en América Latina, para interrogarnos sobre qué hacer con Cuba, tan a contramano de los lugares comunes más instalados en la militancia y la intelectualidad bienpensante.

La hemos escuchado contar la experiencia de haber nacido y crecido en Matanzas en los setenta y ochenta y sus historias de joven pionera enviada a la cosecha. Estudió historia del arte en La Habana en medio de la feroz crisis de los años noventa, en tiempos de tan extrema escasez que recordaba haber comido pizza que en lugar de queso tenía encima preservativos derretidos…

Nunca, nunca se victimizaba, adoraba su isla, su mar, su gente: lo echaba muchísimo en falta. Pero no cejaba en llamar la atención con tanta firmeza como delicadeza sobre la falacia del discurso revolucionario sostenido a costa de tantas privaciones y persecución. Como tant+s cuban+s, al migrar devino en sostén económico de su familia, siempre atenta a las formas inciertas de hacerles llegar comida, medicinas o lo que necesitaran. Jamás la escuché quejarse, nada más ajeno a ella que el lamento, siempre sonriente y generosamente dada al resto. No perdonaba, eso sí, que el Estado cubano le hubiera impedido acompañar a su padre en la agonía, como sorda represalia por haber migrado.

Fue gracias a su invitación que viajé en 2016 a El Salvador, cuando ella estaba curando la X Bienal Centroamericana y me propuso el desafío de colaborar en un ejercicio de activación del trabajo que algunos jóvenes artistas salvadoreños (The Fire Theory y Fredy Póker Solano) estaban haciendo en los maravillosos archivos del MUPI (Museo de la Palabra y la Imagen).

A veces lográbamos interrumpir un rato la interminable jornada laboral y nos escapábamos a almorzar junto a Lidia Blanco a un pequeño restaurant italiano en la calle Argumosa, su preferido. Pero la mayoría de los mediodías llevaba su tapper al jardín del museo o al despacho de sus querid+s amig+s de Exposiciones Temporales, adonde había sido becaria unos años antes.

En 2018, al cumplirse diez años de la fundación de la Red Conceptualismos de Sur, organizamos una reunión plenaria en Buenos Aires que sesionó fundamentalmente en casa de Mabel Tapia, en Parque Chacabuco. Fue en esa terraza que Tam nos puso al tanto de la gravísima represión que se estaba viviendo en Nicaragua, cuando la represión del gobierno de Daniel Ortega ocasionó en esos días la muerte de trescientos jóvenes en las calles. Y nos convocó a solidarizarnos con los manifestantes replicando la acción de los “picos rojos”.

Munida apenas de un lápiz labial rojo, Tam se pintó y nos pintó, nos pintamos las bocas, y con ella nos reímos y nos enredamos en ese pequeño acto desafiante y a la vez festivo. Porque para ella la acción política podía ser también desacato alegre, un baile desobediente, un guiño.

A inicios del confinamiento, en medio de tanta incertidumbre y aislamiento, Tam nos propuso juntarnos a compartir lecturas, experiencias, sensaciones, silencios. De allí nació el grupo Respirar, una de las experiencias colectivas más radicales que me ha tocado vivir trabajando en el museo. Nos reunimos durante meses una vez por semana personas de distintos departamentos para leer o escuchar o simplemente estar con otr+s, derivando por donde nos llevara el deseo, quebrando cualquier lógica productivista, cuidándonos y respirando junt+s cuando todo se cerraba alrededor.

Más tarde viajamos -cuando las condiciones lo permitieron y gracias a la propuesta de Isabel de Naverán- a la residencia Azala, en el País Vasco, abocándonos a leer co- lectivamente (un acto performático, entre serio y errático, concentrado y jocoso) La vida de las plantas, de Emanuele Coccia. Fue allí, entre nieve y meditaciones en movimiento, que Tam nos propuso bailar un #Guaguancuir, una acción de solidaridad con el Movimiento San Isidro y el 27N en Cuba. ¿Cómo contraponernos a la violencia de Estado estando tan lejos? Partimos de eso, de un gesto. Nos pusimos pelucas y plumas. Y emulamos torpemente una coreografía callejera en apoyo al artista Luis Manuel Otero Alcántara, para llevar a nuestros cuerpos y desde ellos un acto vital contra el miedo y la violencia. “Porque si no puedo bailar, no quiero ser parte de tu revolú”. Más tarde Tam nos dijo que le habíamos regalado la mejor canción.

Cambiar algo alrededor. De eso se trata su lección política o mejor vital, lejos de cualquier ampulosidad o retórica vacía. Como en el Jardín de las Mixturas, un sitio donde Tam vibra bonito. Desde hace más de cuatro años, las jardineras (Alejandra Riera, un grupo de trabajadores del museo y vari+s otr+s “extern+s” que se han ido sumando) revolucionamos el jardín del viejo edificio Sabatini. Dos parterres, uno de sol y el otro de sombra, se liberaron de la convención del resto del jardín. No más riego automático, ni rejas alrededor, ni césped prolijamente cortado. Empezaron a aflorar otras plantas (las fresas salvajes, antes que nada), se cobijaron especies nativas y medicinales. Un contraste abismal en el que empezaron a dejarse ver formas de vida no humana (plantas y hongos, pájaros y murciélagos, insectos, orugas).

Un banco enfrentado a otro en el parterre de sol: una medida tan sencilla como cambiar la disposición de los asientos para permitir que la gente se reúna allí a comer, a conversar, a tomar solcito. Ese pequeño movimiento ya generó que se altere completamente el uso del jardín. Dar cabida a una comunidad.

Cada martes nos juntamos a trabajar en el jardín, a veces much+s, a veces poquit+s, Tamara siempre. Y en verano, tres veces por semana, a regarlo a mano. Lo que al principio fue leído como una zona abandonada o descuidada o dejada a su suerte, hoy se vislumbra como otro jardín posible.

Revolucionar el museo en una escala invisible. Microscópica y honda. Dejar sentadas las posibilidades de que allí ocurra algo, lentamente, con su propio ritmo y contingencias. Sin imposiciones ni reglas ni plazos.

Una querida amiga me consuela en estos días con la imagen de una hoja seca que se desprende del árbol, cae y se integra a la tierra, la vuelve fértil. “Hay que aprender a dejar ir”, me dice. Las metáforas vegetales: ser humus, diseminarse en semillas, volverse un jardín. En un sentido material y concreto, Tam ya devino jardín, hace tiempo.

Lo último que hice antes de irme del museo fue regar sus plantitas. Su despacho estaba al lado del mío, y mientras en el mío no lograba sobrevivir ninguna planta (¿por falta de luz? ¿por exceso de tensión?), ella había logrado un vergel en el que se enredaban potus, cactus, suculentas y otras especies que cubrían el piso y avanzaban por la pared de vidrio.

Cuando se enfermó y tuvo que dejar el museo en marzo del año pasado, me encargó que las cuidara. En los cuatro meses que pasaron hasta que yo me fui del museo, cada vez que me acercaba con la botella de agua a regarlas y saludarlas, encontraba signos de otras presencias cuidadoras de esas plantas. La tierra húmeda, las enredaderas en- caminadas. Alguien más, seguramente Dani, o quizá Sara, o Yuji, tal vez Maite, Isaac, Hilda o Antonio, cuidaban de ese jardín mientras Tamara no estaba.

Me fui tranquila.

El proceso de la enfermedad duró un largo año, casi. Tam lo vivió con una valentía y una entereza sobrecogedoras. Claro que tuvo miedo, miedo por ella, miedo también por el futuro de su familia. Pero ante un diagnóstico lapidario, exploró alternativas para sentirse mejor, acudió a otros saberes que pudieran ayudarla, se dejó querer: un platanito con arroz y frijoles preparado por su mamá Blanca, los zumos con que empezaba el día gracias a las alquimias de su sobrina Aurora y al envío semanal del cajón de frutas y verduras de sus amigas cubanas, las risas con las que recibió a su esperada hermana Miry vestida de astronauta por el protocolo covid, el reiki que canalizaban Marta y Ana para ayudarla a respirar y a descansar, los ramos de flores silvestres de la secta tamarista, la puesta de sol desde su balconcito madrileño, allí mismo donde sus amig+s se acercaron a cantarle las mañanitas en su último cumpleaños, los chorritos de agua de la piscina cercana a su casa masajeando su espalda, una escapadita con Orestes a ver el mar o con Bea y Fer a pasar el día en las sierras… Y tantos pequeños instantes de felicidad. Tantas velitas prendidas. Tantos pequeños rituales que nos inventamos.

Quizá la mayor lección, la que no deja de asombrarme, es cómo Tamara cuidó hasta el último instante, atenta y amorosa, el estado de ánimo de su familia, la biológica y la afectiva, esa red hermosa diseminada por muchas partes. Hasta nos ideaba modos de acompañarla a quienes estamos lejos. Cuando no podía leer, nos pedía que le com- partiéramos nuestras lecturas por audio. Esperaba las horas de la mañana, en que se sentía más fuerte, para mandar mensajitos con su mejor voz. Se despidió amorosamente de cada un+ de nosotr+s, un+ a un+, cuando apenas le salían las palabras, sin dejarnos de sonreír y alentar.

Es alucinante, pero en este duro año -entre ingresos al hospital, quimioterapia, máquina de oxígeno y tantas complicaciones- no dejó de acompañar concienzudamente los proyectos que ya había iniciado. Los martes que pudo fue al Jardín de las Mixturas. También estuvo presente en “El hacer de las formas”, el ciclo que armó -junto a Jon Ander Tomas- en el museo insistiendo en dar escucha a los modos de pensar y producir de l+s artistas, en el taller de nudos y tejidos de Eva Lootz, en la deriva colectiva por los caminos subterráneos del agua del centro de la ciudad de Madrid junto a Carme Nogueira.

Incluso Tam inauguró en noviembre pasado la exposición “El pasado delante” en Casamérica. Leyó allí, con su aparato de oxígeno y su vocecita poblada de entereza y dulzura, el poema de la escritora maya K’iché Rosa Chávez que empieza diciendo: “Dame permiso espíritu del camino/regálame permiso/ para caminar/ por este sendero de cemento/ que abrieron en tu ombligo”.

El primer día de este año, nos compartió un breve video en el que proponía un 2022 de transformaciones amables. Ya ingresada estos últimos días al hospital, y muy consciente de la despedida, fue capaz de montar una preciosa exposición en la habitación con los dibujos, fotos, mensajitos y flores que le hacíamos llegar. Una tarde, cuando Sally Gutiérrez entró a visitarla, y luego de bromear con que le había tocado una habitación en el pabellón Sur, “porque no podía ser nunca Norte”, le pidió que abriera las persianas para ver jugar las sombras que los árboles de afuera y las flores de adentro proyectaban sobre las paredes. Registraron para quienes no estuvimos allí una preciosa película en los minutos que duró el turno de la visita.

Volver mágico y bello el momento más difícil.

Unos días antes de la última internación me mandó un mensaje con un hilito de voz para contarme que no estaba bien, que ya no podía caminar. Lo escuché en medio de un bosque de pinos al lado del mar en Pehuencó, le mandé una foto de la copa del árbol y un fragmento del cielo, y le conté que ese día mi hijo, su novia y yo, en pleno viaje a la Patagonia, habíamos enfermado de Covid. Nada, nada grave. Enseguida respondió para consolarme y contenerme ella a mí. Ay.

He estado leyendo estas semanas “A la salud de los muertos” de Vinciane Despret. Entre otras indagaciones sobre los lazos que unen a viv+s y muert+s, los modos en que l+s muert+s se comunican, se hacen presentes y nos hacen hacer cosas, presta especial atención al territorio de lo onírico. El domingo siguiente a su muerte, convocamos a un círculo de la palabra y el silencio para abrazarnos a la distancia entre la gente de la Red Conceptualismos del Sur. Fernanda Nogueira contó el sueño que tuvo la noche anterior al encuentro: Tamara la llevaba a un sitio lleno de personas desconocidas para ella y entre sí, pero cuyo lazo en común era Tam. Eso le producía mucha confianza. Tam les proponía bailar en grupos, enseñándoles algún paso o movimiento… Ponernos a bailar, hacernos encontrar, trazar vínculos y entrecruzamientos: volvernos un bosque.

Yo misma soñé, la madrugada en que ella murió, en blanco y negro, como si fuese una película vieja. Veía venir a una querida amiga, Claudia, que murió en 1995 de sida, caminando sin decir palabra hacia mí. Hace tiempo que no se me aparecía en sueños. No me intranquilizó su presencia, al contrario. Elegí entenderlo como una señal de que Tam no estaría sola.

Vuela-vuela.

 

Tamara Diaz Bringas (1973-2022) fue una historiadora del arte cubana que vivió y trabajó diez años en Costa Rica y los últimos trece años en España. Investigadora, curadora, escritora, impulsora de múltiples proyectos y espacios, fue también integrante de la Red Conceptualismos del Sur y coordinadora de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía, curadora y coordinadora editorial en TEOR/ética, responsable de la X Bienal Centroamericana de Arte y de la 31 Bienal de Pontevedra. Pero antes o además de todo lo mucho que hizo, Tamara fue una queridísima amiga de tanta gente, constructora de redes afectivas abigarradas y enredadas, dispersas desde su mar Caribe hasta Galicia y más allá. En todos los sitios por los que anduvo dejó trazas delicadas y entrañables, finas pero fuertes raíces como las que sostienen secretamente un manglar.

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* Extraído del libro PARIR/PARTIR. Temperley. Tren en Movimiento.2022. De Ana Longoni, con autorización de la autora.

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Analytica del Sur Número 1. Aparición en web: julio 2014.

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