Sobre la identidad
Doctor en Filosofía (Universidad Nacional de La Plata). Profesor del Departamento de Historia de la Universidad Torcuato Di Tella (Buenos Aires).
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El significado de la palabra “identidad” no ha generado dificultades a la gran mayoría de quienes la esgrimen como estandarte de lucha en la acción política o en reivindicaciones culturales, sociales o jurídicas, pero sí a muchos filósofos y científicos sociales. Como se supone que ella, a diferencia de la inmensa mayoría de las palabras de lenguas como el castellano, habría nacido artificialmente en el campo de la filosofía, es comprensible que se busque en las fuentes filosóficas la solución de los problemas que la identidad y lo identitario causan a los filósofos.
No se trata del primer caso en el que una palabra de uso técnico corriente en filosofía se difunde como parte de la lengua de todos los días. Algo semejante sucedió con “vivencia”, palabra inventada por José Ortega y Gasset para traducir Erlebnis, palabra alemana frecuente en las filosofías de su tiempo. Más reciente aún es la popularización de “paradigma” con vagas alusiones a la no menos vaga significación que le atribuyó Thomas Samuel Kuhn cuando se apropió de la palabra griega para fines historiográficos.
Es poco probable que alguien haya creído necesario hacer una investigación acerca del significado filosófico de “vivencia” o de “paradigma” para entender cómo la gente en las calles usa esas palabras. El caso de “identidad” es diferente. Los contextos polémicos en los que se habla de la identidad de género o cultural (la lista completa sería interminable) han obligado a revisar las fuentes del sig
nificado de “identidad” pero en filosofía, como si ésta fuera la responsable de las perplejidades.
La suposición de que la gente simplemente imita al filósofo cuando usa “vivencia”, “paradigma” o “identidad” en sus asuntos cotidianos es temeraria, dado que soslaya la cuestión central, es decir, por qué quienes ignoran toda reflexión filosófica han elegido precisamente esas palabras y no otras para sus propósitos. Estamos en presencia de una maniobra de ejercicio de poder disciplinario. Si el “idioma de la identidad” resulta en la práctica confuso, paradójico y pasible de refutaciones sofísticas, desde mediados del siglo XX se ha difundido la idea de que el análisis filosófico del lenguaje es la terapia adecuada para extirpar los flagelos de la ambigüedad y de la vaguedad de los idiomas naturales.
En el contexto de la misma filosofía que promete esa higiene lingüística se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX la concepción de que la tecnología es la mera aplicación de teorías científicas básicas. Esta concepción, inicialmente resistida a mediados del siglo XX, es en nuestros días ampliamente aceptada debido a los resonantes éxitos que aun en el ámbito popular constituyen hoy “la tecnología” a secas, como si peines o lápices de grafito no fueran parte de ella por ser obra de anónimos inventores que ignoraban toda teoría físico-matemática de la materia.
Los apabullantes resultados de la aplicación de teorías de ciencia pura en tecnologías electrónicas están acompañados por una doble convicción: por un lado, el descrédito de todo lo pasado, por el otro, la creencia en la perduración de aquí en más de esas tecnologías. Es la apoteosis de una generación de seres moral y políticamente inmaculados, dotados de capacidades indestructibles de comunicación global gracias a que las teorías físicas y cibernéticas controlan sus vidas a través de la masividad de sus aplicaciones. Una generación que se siente dueña de un idioma depurado en el que, como en los lenguajes artificiales de los formalismos lógicos del neopositivismo del Wiener Kreis, no habrá cabida para los prejuicios y discriminaciones que pululan en el ambiguo idioma de sus antepasados, o de sus infancias. El secreto es aprender a hablar los nuevos lenguajes sometiendo a una intolerante crítica a cada expresión, a cada palabra tal como se usan en las sociedades que tratan de abolir. Una revolución por las palabras.
Milo Locket – S/T
Aunque aparentemente el contexto tecnológico actual parece ajeno al problema del lenguaje de la identidad, en él se ofrece el modelo de explicación con el cual filósofos como Vincent Descombes abordan las dificultades del uso cotidiano actual de la identidad (1). De acuerdo con la analogía con el caso de la tecnología, activista, legislador, abogado, xenófobo o refugiado no harían otra cosa que aplicar en su lenguaje ciertas teorías filosóficas acerca de la identidad, teorías que en realidad les resultan desconocidas. Actuarían como un arquitecto, por ejemplo, que recurre exitosamente a materiales para sus obras, pero con total ignorancia de su fórmula química. El secreto por tanto de la “identidad” y de lo “identitario” debe buscarse, siguiendo el símil, en libros de filosofía, no en su uso cotidiano.
La cuestión central se reduce por tanto a cómo hablar correctamente el “idioma de la identidad”, a diferencia de cómo se lo habla en las calles. En este punto, es lícito preguntar si una disciplina que lleva en sus raíces la búsqueda de un conocimiento de validez universal, como la filosofía, puede ayudar a comprender por sí sola las paradojas que acompañan al uso concreto de “identidad” o “identitario” en la vida práctica. Descombes sostiene que sí, que el análisis filosófico es suficiente para dar legitimidad al idioma de la identidad. Pero sus reflexiones lo traicionan. El uso del lenguaje, como la invención y uso de tecnologías, se hace sin pensar en reglas o definiciones.
Los argumentos filosóficos pierden su identidad disciplinaria a medida en que se combinan con teorías antropológicas o sociológicas cuyo objeto no es “el concepto de identidad” sino formas precisas y locales del uso de “idéntico” o “identitario”. Los profundos análisis que hace Descombes de textos filosóficos de Pascal, Hegel y Rousseau son de innegable interés para el problema del uso de “identidad”. El resultado de sus análisis filosóficos se resume en el siguiente texto: “Identificarse en el nuevo sentido figurado que se ha impuesto desde hace medio siglo es dar una definición de sí en el sentido de una delimitación de la parte que uno piensa tener en los asuntos del mundo y el curso de las cosas”. [263]
Con el fin de salvar el hiato entre el análisis filosófico abstracto y la realidad cotidiana de la gente, Descombes apela a los resultados de ciertas ciencias sociales, pero al hacerlo la pretendida eficacia del análisis filosófico puro se ha derrumbado. ¿Cómo reunir el análisis filosófico con el del antropólogo o del sociólogo sin que aquél pierda eficacia y autoridad? En este contexto, la cuestión de por qué se debe combinar el análisis filosófico del idioma de la identidad con teorías y resultados teóricos y clínicos del psicoanálisis se vuelve central para el problema de cómo dar contenido concreto a las abstracciones filosóficas.
Descombes elige la versión del psicoanálisis de E. Erikson por su relación con la antropología cultural norteamericana [137-138] que la haría adecuada para introducir la dimensión histórica, para “temporalizar” [151] y poder responder así a la verdadera pregunta del idioma de la identidad: “¿de qué historia soy obra?” [264]. No queda claro si se trata de la historia personal o de la historia colectiva, o de ambas. ¿Soy yo el centro de la cuestión, o lo es un “nosotros” impreciso al que se busca delimitar? De manera harto escueta Descombes justifica su elección mediante una somera comparación entre “un yo tironeado entre las pulsiones del ello y las severidades del superyo” (Freud) [100], y el medio humano constituido por la sucesión de generaciones, entendida como el Umwelt de la etología (Erikson) [35; 137]. El pretendido pasaje a lo concreto nos ha dejado dentro del mundo de las abstracciones teóricas, aunque sepan a concreto.
El problema central del idioma de la identidad se reduce así a la constitución de la primera persona del plural del pronombre personal. Hace varios años abordé la cuestión en una presentación, aún inédita, titulada “Who among us is really ‘us’?” (2) Cuando alguien afirma “hoy sabemos más que ayer”, ¿quiénes son los “nosotros” que hablan? Dos décadas después la cuestión no parece ser diferente. ¿Qué significa que alguien diga “nosotros” en la lucha por la defensa de una forma de identidad nacional o de género? Descombes recurre a Émile Benveniste: “nosotros” no es un “yo” multiplicado, sino un “yo dilatado” más allá de la persona, “aumentado y a la vez de contornos vagos” [232]. Pero Descombes no acepta la vaguedad del “nosotros” como la “inflación de la idea que el individuo se hace de sí mismo” [253], sino como una manera de “restablecerse en su condición humana y afirmarse reivindicando su individuación, en la cual no ha participado”. [264]
¿Se logra de esta manera “aprender el buen uso del idioma identitario”? [121] Si la identidad es histórica y proferida en enunciados escritos en primera persona del plural, ¿quién determina cuál es un “buen uso” y cuál no lo es? Una vez establecido ese “buen uso”, ¿debemos quedar prisioneros de la identidad así fijada? ¿Qué destino tendrían las disidentes o los díscolos? ¿Expulsión o exterminio? ¿Quién se atrevería a proponer nuevos límites para una identidad una vez que ha sido sancionada tanto por el poder constituyente como por el instituyente, para aprovechar el vocabulario de C. Castoriadis que utiliza Descombes [253-259]?
En conclusión, si bien “la tecnología” y “lo identitario” son ambientes propicios en los que respiramos el oxígeno requerido para vivir hoy de la mejor manera posible, convendría agregar, por las dudas, que ese oxígeno se volviese gas letal en una ducha, que eso es así pero sólo “por el momento”. Si bien la “identidad” heredó de sus orígenes filológicos el componente de “mismidad” que la historia ayuda a neutralizar, no hay que olvidar que lleva en su seno el sentido de “esencialidad”, el cual puede transformar a la identidad en criterio de exclusión y exterminio. El idioma de la identidad debería permitirnos hablar también de mundos mejores aun, aunque sean solo imaginarios (por el momento…) No debe cristalizarse en la satisfacción de un nec plus ultra, en la creencia en que la entelequia humana se ha realizado en la perfección del mundo actual, ya sea en el eón de “la tecnología” o en la inmovilidad imperecedera de los grupos cuya identidad compartimos. Para ello, convendría aceptar las ambigüedades, vaguedades, contradicciones, sofismas del uso cotidiano actual de la palabra “identidad”, y dejar el legítimo ensayo de una definición correcta para los filósofos que sólo duermen tranquilos si todo está claramente dispuesto.
Notas:
(1) Descombes, Vincent: El idioma de la identidad, Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2015 [Les embarras de l’identité. Paris: Gallimard, 2013] Las referencias a las páginas de la edición castellana aparecen en el texto encerradas entre corchetes.
(2) “Who among us is really ‘us’?: How to construct the sovereign subject of the history of science”, Duke University – Di Tella Workshop: Globalization and the Humanities, Universidad T. Di Tella, Buenos Aires, 25 de agosto de 2001.