Analyticas del Sur. Revista de psicoanlisis en la crtica cultural

Edición Nº 7 • Marzo de 2018 •

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Identidad Cultural en las Ciencias Sociales

Una retrospectiva conceptual en tiempos del post-esencialismo

Héctor Jaquet

Docente e investigador de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la UNaM. (Universidad Nacional de Misiones)

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Introducción

El esencialismo ha sido objeto de una crítica devastadora en las ciencias sociales. Crítica que suscita debates extremos en el caso de la discusión sobre identidad. Un ángulo crucial desde donde la crítica fue realizada es el constructivismo en sus múltiples variantes hasta llegar hoy a posiciones que revisan las propias perspectivas constructivistas, señalando los riesgos y limitaciones de sus conceptualizaciones cuando éstas se transforman en clichés. Desde el punto de vista analítico, las discusiones se polarizan entre aquellos que proponen desechar el término “identidad” por la ambigüedad, imprecisión y/o sobrecarga semántica que posee al punto de perder capacidad explicativa (Brubaker y Cooper, 2002) y los que argumentan la necesidad de su conservación en la medida que no ven nada problemático en el uso si se aclaran pertinentemente sus sentidos, hasta los que lo consideran un recurso imprescindible para pensar algunos fenómenos sin cuya existencia no podrían ser pensados (Hall, 2003). A decir verdad, extremos semejantes se plantean sobre otros términos en el siempre controversial campo de las ciencias sociales. Una polémica semejante se dio hace poco sobre el concepto de “cultura” entre Lila Abu-Lughod y Christoph Brumann, exactamente en relación con la conveniencia de una abolición del concepto o de su sostenimiento. No obstante, parece que estos extremismos –y esto es lo más valioso-no agotan ni anulan la riqueza argumentativa que emerge en el marco de dichas polémicas sobre Cultura y/o Identidad respectivamente.

Un punto de no retorno al esencialismo lo marca el planteo relacional y contrastivo de Frederick Barth (1969) acerca de las identidades étnicas. A partir del carácter contextual en que los diacríticos son puestos en funcionamiento como autorreferencias por los grupos étnicos frente a y en contraste con otros grupos, se abre el juego para desencializar el supuesto carácter homogéneo y fijo de la identidad, o la ya célebre confusión entre Identidad y Cultura (Cuché, 1999). La teoría barthiana se constituye, desde la revisión conceptual del presente, en una bisagra crítica entre aquellos planteos esencialistas que hegemonizaban hasta ese momento las explicaciones de los fenómenos identitarios y las vertientes constructivistas que el propio Barth-a pesar suyo- funda en los años sesenta del siglo pasado. Es también un punto de partida para poder ubicar a los recientes enfoques críticos del constructivismo que parten, precisamente, de advertir los problemas que los abusos o la banalización de las premisas centrales del constructivismo barthiano han provocado en la teoría sobre la identidad.

Nuestro objetivo es presentar una breve retrospectiva conceptual de tres posiciones que intentaron superar al esencialismo y que fueron particularmente fuertes en los estudios sobre identidad cultural por los efectos, no solo hermenéuticos sino también epistemológicos, que produjeron en ese esfuerzo. Señalaremos las potencialidades y las limitaciones de cada una, al mismo tiempo que pondremos en evidencia las huellas de diálogos interdisciplinarios que, a modo de relictos conceptuales, subyacen en sus formulaciones. Si bien la crítica al esencialismo fue letal contra él, el camino de búsqueda de una teoría que lo reemplace está plagado de incertidumbres.

Anderson y Hobsbawm: un intento crítico en la era constructivista

La primera posición es la que hegemoniza el campo académico de los estudios sobre identidad entre fines de la década de 1980 y durante los años ’90 del siglo pasado. Surge en torno de la discusión de la conformación de los estados nacionales modernos, la nación y el nacionalismo.

Quizás no sea un planteo circunscrito de manera precisa a la problemática del concepto de identidad cultural, como lo hacen posteriormente otros autores; igualmente, el eje puesto en la construcción de la nación como una comunidad de pertenencia imaginada o de la nacionalidad como un sentimiento colectivo de pertenencia a la nación creada por el Estado moderno mediante un proceso de ingeniería social, trae implícita la discusión sobre la identidad nacional como un tipo de identidad cultural específica (1).

Milo Locket – Mural

Anderson señala que la nación y el nacionalismo son artefactos culturales de una naturaleza particular. Para comprenderlos adecuadamente es preciso llegar a considerar con atención cómo han llegado a ser en la historia, en qué forma han cambiado sus significados a través del tiempo y por qué han llegado a suscitar una legitimidad emocional tan profunda. Esta valorización de la historia determina la contingencia de la nación, la novedad histórica del Estado-nación y lo sustrae a éste de toda fijación atemporal y esencialista, por más que ciertos discursos políticos lo remonten a pasados remotos y a orígenes lejanos.

La nación es una comunidad política imaginada y soberana al mismo tiempo. Se trata de la imaginación de pertenecer a una comunidad de iguales a pesar del desconocimiento mutuo entre los integrantes de esa comunidad, que tiene, asimismo, fronteras territoriales finitas. Para Hobsbawm, los símbolos que el Estado creó e impuso de arriba hacia abajo (himnos, banderas, escudos, etc.) fueron vitales para inventar tradiciones culturales comunes y la nación es una de ellas. Que tucumanos y misioneros, por ejemplo, se sientan argentinos, siendo tan distintos unos de otros y sin siquiera conocerse, o sin haber interactuado personalmente alguna vez, es obra de la eficacia simbólica de esa ingeniería estatal del siglo XIX y XX. Para Anderson, en la creación de las “raíces culturales” de la nación, jugaron un papel relevante en Occidente la imprenta (que permitió la masiva circulación de textos escritos) y la novela, género literario que, en su difusión, permitió que surgiera una comunidad de lectores, una nueva percepción del tiempo y el reconocimiento de espacios geográficos como cercanos y concretos para esos lectores distantes entre sí, ayudándolos a componer un universo territorial y una escena sociocultural de nombres, lugares, hechos y personajes comunes, claramente reconocidos por todos, tal como si éstos integraran sus propias experiencias vitales.

Tanto para Hobsbawm como para Anderson, la identidad es un fenómeno colectivo que oblitera todas las diferencias, asimetrías y heterogeneidades en nombre de una homogeneidad cultural e igualdad entre sus miembros (connacionales) que hace potente y efectiva emocionalmente la identificación con la nación. Podríamos reconocer cierta ambigüedad conceptual en esta posición: la identidad (en este caso entendida como sentido de pertenencia a la nación) es concebida como un fenómeno eminentemente colectivo sobre la base de la igualdad entre los miembros de un grupo, objetivamente como una igualdad en sí misma o subjetivamente como una igualdad experimentada, sentida o percibida. Esta igualdad debe expresarse como conciencia, como solidaridad, como disposiciones compartidas o como acción colectiva.

Al menos dos aspectos problemáticos se nos ocurren respecto de esta posición a partir de esta ambigüedad y desde el punto de vista de la operatividad teórica de esta manera de concebir identidad como categoría analítica: a) no puede lidiar con las diferencias, postulando, paradójicamente a su esfuerzo desencializador, un nuevo tipo de esencialismo en base a la homogeneidad subyacente y a la evitación de las tensiones y contradicciones internas a la supuesta comunidad o a formas heterogéneas de percibir el sentimiento de pertenencia a ella por diferentes actores; y b) no es lo suficientemente precisa respecto de los mecanismos de subjetivación de la experiencia de pertenencia nacional ni tampoco sobre la distinción entre los usos políticos (no olvidemos que nación suele ser un término nativo) y analíticos.

Brubacker y Cooper: desechando el concepto de Identidad

Una segunda posición sobre identidad que me interesa presentar corresponde a la propuesta de Brubaker y Cooper. Estos autores han desarrollado una serie de nuevos términos para reemplazar al de identidad. Consideran que identidad soporta una carga teórica polivalente e, incluso, contradictoria que la convierten en una categoría ineficaz para el análisis social. Para estos autores, una de las razones, entre otras, de que no vale la pena usarla es que no permite reconocer lo que constituye una categoría de uso nativo o de la práctica (sentido común) y una categoría analítica, teórica o de experiencia distante que permita explicar las identidades sin confundirlas con, por ejemplo, usos políticos o de las llamadas “políticas de identidad”.

La misma importancia tiene para ellos distinguir, además, entre concepciones “fuertes” y “débiles” de identidad. Las primeras son las que solemos asociar con las posturas esencialistas y las segundas son las que corren el riesgo de transformarse en un constructivismo cliché en la medida en que la identidad se considera aquí como “múltiple”, “inestable”, “contingente”, “flexible”, “negociable”, etc.

Entonces, desechan el término y para reemplazar el variado trabajo del concepto identidad, Brubaker y Cooper proponen un número de términos menos congestionado de significados: a) Identificación y categorización designan un proceso activo, una acción de identificación que exige reconocer quién ejerce la acción de identificación. Los sujetos identificadores pueden ser todos los individuos en el marco de relaciones con otros. También puede ser el propio Estado (sin que ello determine fehacientemente la constitución de identidades en las personas en torno a las categorías identificatorias que promueve o preconiza el Estado). Puede ser un discurso o una narrativa social quien identifique sin que exista un agente identificador visible y también puede ocurrir que un individuo se identifique emocionalmente con otras personas, categorías o colectividades. Las identificaciones pueden ser relacionales y variables, dependiendo de la posición del sujeto en una red social determinada, o de categorías, según se comparta un atributo como raza, etnia, género, clase, etc.; (una dimensión bastante cercana a la posición original de Frederick Barth de los años 60tas); b) autocomprensiones y localización social, para referirse a los aspectos más subjetivos, y refiere a la concepción de quién es uno como sujeto y de la localización social que se ocupe. Según Brubaker y Cooper, se trata de un término disposicional que podría llamarse “subjetividad situada”. Las autocomprensiones pueden ser tácitas y no necesitan articularse discursivamente, y, finalmente, c) comunidad, conexionismo y grupalidad, esta tríada de términos refiere al sentido de pertenencia a un grupo unido y distintivo, incluyendo tanto “una sentida solidaridad o unidad con los demás miembros del grupo” como una antipatía o rechazo a los individuos de afuera del grupo. Comunidad, denota el compartir un atributo común; conexionismo, alude a la red de relaciones que unen a las personas entre sí y grupalidad a ese sentimiento de pertenencia a un grupo unido, distintivo y solidario que hemos mencionado. Se necesitan estos tres términos para describir diferentes situaciones de grupos sociales, como así también incluir, mediante la combinación de estos, aquello más complejo referido a compartir un sentimiento de pertenencia. Una comunidad categorial sin conexionismo relacional, por ejemplo, sería equiparable a una colectividad a gran escala, o a la comunidad imaginada o la nación postulada por Anderson.

La posición de Brubaker y Cooper opera por desagregación, esto es, procura desagregar los diferentes planos de situaciones que los términos propuestos para reemplazar “identidad” pueden abarcar de los fenómenos identitarios. Tenemos la impresión, más allá de que algunos términos puedan combinarse para producir nuevos sentidos o comprender más realidades, que, debido a huir de la congestión semántica, no existe ya, en la clasificación de estos autores, la posibilidad de que las categorías analíticas puedan captar articulaciones, fracturas o contradicciones en fenómenos identitarios donde se atraviesan lo subjetivo y lo colectivo, lo procesual o dinámico y lo relativamente estable al mismo tiempo.

Hall y Butler: la restitución del término y la trama interdisciplinaria

La tercera y última posición que nos interesa mencionar se enfrenta al problema de cómo articular las regulaciones de la práctica discursiva con la formación de subjetividad o, también, en términos sociológicos más clásicos, entre la estructura y la agencia, y entre lo sedimentado y lo contingente en los procesos identitarios. Fuertemente influenciada (pero simultáneamente discutiendo con ellas) por las perspectivas de Foucault, Althusser, Marx y el psicoanálisis en sus vertientes freudiana y lacaniana, esta posición enfrenta la cuestión de la identidad en la tensión entre la sujeción y la subjetivación. En esta posición se agrupan las denominadas “teorías performativas de la identidad” (Briones, 2006).

Stuart Hall parte de la necesidad de seguir usando el concepto de identidad, aunque sometido a borradura, descentrado, destotalizado y cuestionado, modificado en sus usos tradicionales, ya que lo considera igualmente pertinente dado su carácter imprescindible para pensar cuestiones que, de otra manera, según él, no podrían pensarse. El fondo epistemológico de Hall es intentar dar una respuesta a la problemática relación entre las formaciones o prácticas discursivas que interpelan a los sujetos y la constitución efectiva de esos sujetos por medio de mecanismos de subjetivación. En términos simples, cómo se conjugan la realidad social y la realidad psíquica en la constitución de identidades. Aunque no elude los problemas del término, prefiere hablar de identificación antes que de identidad. Esto le permite captar mejor el juego posicional y el proceso de creación de sujetos en torno de la resolución de la relación entre las “fuerzas” objetivas y disciplinadoras del orden social y el “paisaje” interior de los individuos. La posición de Hall busca-de algún modo-ligar dos posturas que aparentemente han sido irreconciliables: a) aquella foucaultiana que reniega del individuo en favor de las prácticas discursivas, ya que son ellas las que establecen la regulación normativa envolvente y generan las posiciones subjetivas que, en todo caso, serán ocupadas por los individuos, y b) aquellas que consideran que el sujeto, debido a su condición psíquica preexiste o es autónomo respecto del orden social. Si bien es cierto que hay un orden discursivo fuera del cual no es posible el sujeto (un orden regulatorio que “sujeta” al individuo), también existen respuestas de los individuos a la interpelación discursiva. Hall argumenta claramente sobre la necesidad de una teoría de la identidad que “señale cuáles son los mecanismos mediante los cuales los individuos como sujetos se identifican (o no se identifican) con las posiciones a las cuales se los convoca” (Hall, 2003:32). Propone entonces pensar esta relación como una articulación del sujeto con las formaciones discursivas. Estas articulaciones son siempre relaciones de “correspondencia necesaria”, esto es, “se fundan en la contingencia que reactiva lo histórico” (ídem: 33). Identidad, entonces, se encuentra como concepto articulador, “es el punto de sutura entre, por un lado, los discursos y prácticas que intentan interpelarnos, hablarnos o ponernos en nuestro lugar como sujetos sociales de discursos particulares, y, por otro, los procesos que producen subjetividades, que nos construyen como sujetos susceptibles de decirse” (Hall, ob. Cit:20). Esta articulación es siempre incompleta, tiene más de una dirección, es una posición temporaria en el flujo social, es un punto de cierta estabilidad que genera, en su constitución, un exterior, un afuera que, sin embargo, es constitutivo y amenazante al mismo tiempo de la sutura temporal. Básicamente es un proceso de permanente hacer(se) sujeto en las múltiples suturas, producir diferencias en esos actos/respuestas generando marcas en lo que queda afuera. Las identificaciones son simultáneamente un proceso de construcción de diferencias y no al revés, es decir, no debiera pensarse que la identidad es producto de una diferencia previa del sujeto respecto de otros. La identidad y la diferencia son efectos de poder que se crean simultáneamente en la sutura, o la sutura es en sí misma producto de un efecto de poder (Briones, 2006).

Judith Butler, por su parte, ha seguido esta posición para desmontar la supuesta universalidad de la categoría mujer como sujeto político del feminismo en su ya célebre, paradigmático y difundido estudio. Para ella no existe un sujeto mujer previo a la regulación social (discursiva). Reconoció que la fuerza reguladora de las formaciones discursivas dominantes genera al sujeto político que simultáneamente autocontrola; y es esa misma fuerza regulatoria la que establece un modelo de mujer que excluye la posibilidad de otros modelos de mujer (un exterior constitutivo), reificando al sexo como autorregulador de las relaciones. Aunque las normas regulatorias forman sujetos (aceptando como premisa la perspectiva de Foucault), el interés que le permite a Butler retornar al psicoanálisis y enfrentar el desafío articulador que propone Hall, es saber cómo esas normas forman un sujeto psíquico y corporal. Al mismo tiempo, esta autora aboga por la representación de un sujeto político del feminismo que pueda romper la homogeneidad y asumir la fragmentación, diversidad, contradicción dentro de la categoría mujer sin que por eso desaparezca la posibilidad de un sujeto político “mujer”. Propone desnaturalizar los mecanismos del discurso dominante que sigue interpelando al feminismo, de lo contrario la fuerza reguladora del discurso masculino seguirá fijando la agenda política desde donde el feminismo se piensa y se dice.

Derivas epistemológicas en la teoría social de la identidad

Para cerrar nuestra reflexión a partir de estas retrospectivas teóricas sobre identidad no es ocioso decir que aún siguen vigentes en las discusiones sobre los fenómenos identitarios. El esencialismo no ha sido totalmente desplazado de la escena teórica porque su polo opuesto, el constructivismo en su versión cliché, terminó siendo no solo estéril para el análisis social sino también enmascarador de realidades en el trabajo de campo y en nuestros contextos de investigación antropológica donde desarrollamos nuestra tarea intelectual. Este hecho tiene consecuencias positivas igualmente para la reflexión epistemológica: nos obliga a repensar el verdadero alcance de la performatividad de las teorías (Briones, 2006). Esto es, sobre los efectos políticos y etnográficos de esa performatividad. No es una novedad que las teorías proveen modelos para analizar e interpretar la realidad, pero este es un recurso heurístico y no hermenéutico (como si fueran ficciones reguladoras de la realidad). La aparente confusión entre realidad y teoría es un efecto de poder de la porción hegemónica del discurso científico y de sus intelectuales orgánicos, y no de la teoría social en sí. Debemos empezar a sospechar del constructivismo cuando nos obliga a considerar a priori que las identidades son siempre contrastivas, o fluidas, o flexibles. La mirada en el contexto, un aporte que los antropólogos han aprendido de sus vecinos los historiadores, así como la idea de sujeto y sutura lo aprendieron en diálogo con el psicoanálisis, permite superar la falsa disyuntiva entre posturas esencialistas y constructivistas en que la teoría cliché ha polarizado la discusión sobre la identidad. Una provocación interesante -por su incidencia epistemológica- empieza a ser formulada por algunos antropólogos (Briones, Segato, Grimson) siguiendo la posición inicial de Hall pero ampliada en su efecto político, cuando proponen entender las identidades como suturaciones a partir de distintos clivajes de sujeto, articulaciones diversas, manifestaciones heterogéneas y disidencias al interior de los colectivos, pero en el cruce de esas diferencias y emergencias atender las cuestiones menos maleables, más fijas, permanentes, sedimentadas, históricas, que también operan en los procesos socioculturales(2). Esto pone en cuestión las fronteras irreductibles que las teorías suelen crear entre el etnógrafo y sus interlocutores, en tanto los descentra o desplaza hacia la Otredad. Sin embargo, el exterior que la sutura marca es la realidad que envuelve tanto al antropólogo como al “nativo”, ambos hacen esfuerzos por recentrarse en sus diferencias (encontrarse o articularse en la sutura) a partir de “perforaciones” e “imbricaciones” que determinan, quizás, y finalmente, que ese interlocutor en el campo etnográfico que la teoría nos obliga a ver como Otredad no sea en verdad el Otro como una exterioridad o como una diferencia irreductible. Y esto tiene consecuencias políticas y epistémicas fundamentales que habrá que sopesar en nuestros contextos particulares de investigación.

Notas:

(1) Es en este sentido que mi aproximación a las teorías de autores como Hobsbawm o Anderson ha sido fundamental para pensar procesos de construcción identitarias provinciales y nacionales.
Quizás por la trascendencia que tuvieron estos autores como herramientas conceptuales en mi propia experiencia personal de investigación las identifico como posturas eminentemente constructivistas para desencializar identidades locales (ver Fri(x)iones nº3: Entrevista: La invención de la misioneridad, octubre de 2013).

(2) Así como Claudia Briones propone la contextualización para superar la falsa disyuntiva entre esencialismo y constructivismo, Rita Segato incorpora el concepto de formaciones de alteridad y Alejandro Grimson propone recientemente el concepto de configuraciones culturales para operar sobre lo emergente y lo sedimentado en los procesos culturales e identitarios.

Bibliografía:

• Anderson, Benedict: Comunidades imaginadas, México, Fondo de Cultura Económica, 1991.

• Barth, Frederick: “Introducción”, en Barth, F.: Los grupos étnicos y sus fronteras, México, Fondo de Cultura económica, 1976.

• Briones, Claudia: “Formaciones de alteridad: contextos globales, procesos nacionales y provinciales”, en Briones, C. (comp.): Cartografías Argentinas, Buenos Aires, Antropofagia, 2005.

• Briones, Claudia: “Teorías performativas de la identidad y performatividad de las teorías”, en Tábula Rasa, nº 9, 2006.

• Brubaker, Rogers y Cooper, Frederick (2002): “Más allá de identidad”, en Apuntes de Investigación nº 7, Buenos Aires, CECYP, 2002.

• Butler, Judith: “Sujetos de sexo/género/deseo”en Butler, J.: El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, México, Paidós, 2001.

• Cuché, Denis: La noción de cultura en las Ciencias Sociales, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1999.

• Grimson, Alejandro: Los límites de la Cultura. Críticas de las teorías de la identidad,  Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2011.

• Hall, Stuart: «Introducción: ¿Quién necesita identidad?”, en Hall, S. y du Gay (comp.): Cuestiones de identidad, Buenos Aires, Amorrortu, 2003.

• Hobsbawm, Eric: Sobre la historia, Barcelona, Critica Grijalbo Mondadori, 1998.

• Segato, Rita: La Nación y sus Otros, Buenos Aires, Antropofagia, 2007.

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Analytica del Sur Número 1. Aparición en web: julio 2014.

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