El castillo interior de Santa Teresa de Jesús
Psiquiatra. Jefa de Guardia Hospital de Emergencias Psiquiátricas T. De Alvear C.A.B.A. Colaboradora y coordinadora del Comité de redacción Revista de poesía, narrativa y ensayo El desierto (1994-97) y de la revista del Ateneo Psicoanalítico.
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En el ámbito de las letras y la cultura, sobre todo el anglosajón, la Madre Teresa de Jesús (1515 – 1582) es conocida como Teresa de Ávila. El Castillo Interior o Las Moradas es su mejor libro y una extraordinaria pieza literaria de la mística cristiana y de la prosa española del Siglo de Oro, que ha merecido el análisis de tan diversas disciplinas como la historia, la hermenéutica, la religión, la filosofía y la literatura. Michel De Certeau, Paul Ricoeur y José Angel Valente son algunos de los intelectuales que le dedicaron su atención. En este contexto, la referencia de Lacan a la escritura mística de Santa Teresa (1) cobra especial valor, porque allí donde la crítica literaria encuentra estratagemas, vacíos discursivos o un texto de resistencia, el genio de Lacan sitúa las huellas de una satisfacción subjetiva, íntima e indescriptible que conceptualizará como “goce”.
1577, Toledo, España
Teresa tiene 62 años, está saliendo otra vez de la enfermedad y los dolores que la suelen postrar durante meses. Su obra reformista y fundadora peligra: la Inquisición la ve con malos ojos, ha secuestrado su autobiografía; llueven ataques de los “Calzados” y disgustos sin fin (2). Jerónimo Gracián, amigo y confesor que acaba de sustituir en el rol a San Juan de La Cruz, la empuja a escribir, aunque más no sea para sermonear un poco a sus monjas… Con estudiada modestia, Teresa (3) se anticipa a los recelos que podrían surgir de los letrados: escribe sólo “pareceres y opiniones”, por los “ruegos y consejos” de sus superiores.
Lo hace en apenas dos meses, mientras viaja de un convento a otro; pero está inspirada y al final, aunque no es fácil lo que ha de decir, se siente satisfecha. Ha logrado explicar con gran celo y valentía ese delicado asunto del “desposorio con Dios”.
Sabiéndose con poco tiempo por delante y con la intención de “que los confesores comprendan y la aprovechen sus monjas” la santa revelará en éste, su último libro, los secretos de su gozo más íntimo, su verdad más profunda y alejada de la racionalidad, que sólo puede captarse a través de unas engañosas apariencias. Son esas “cosas que le ocurren al orar”: visiones, audiciones, sensaciones placenteras y también dolores, “signos” -diría Lacan-, que del Señor va recibiendo en sus estados místicos.
El castillo interior
Las Moradas o El Castillo Interior no expresa un ideal. Tampoco una teoría. Su punto de partida es vivencial, no especulativo. De ahí que sea una alegoría, un escenario donde se manifiestan voces, visiones y otras sensaciones corporales extraordinarias. ¿Qué mejor forma podía hallar una escritora del barroco español para explicar didácticamente algo tan inaprensible como su unión con Dios? (4) Pese a su dificultad intrínseca, el libro resulta la construcción más sistemática del misticismo teresiano.
Análogo a “la noche oscura” de San Juan de la Cruz, fue concebido hermenéuticamente cuando éste fuera su director espiritual en la Encarnación (1572-1577). En su función de alegoría unitaria y abarcadora de otros símbolos, Las Moradas tiene implicancia e identidad poética con la herida de amor y la mística nupcial del Cantar de los Cantares (5), que sin dudas Teresa conocía, pues mucho antes había quemado por atrevido un manuscrito propio, “Meditaciones…” sobre los cantos del Rey Salomón.
Milo Locket – S/T
Este castillo interior, enorme y concéntrico, con paredes de cristal o diamante, constituye una visión que se alcanza sólo con los ojos del alma, abiertos cuando los ojos físicos se cierran a lo mundano. También es una promesa de la hermosura y dignidad de las almas, cargadas de tesoros y misterio. Como todo castillo, tiene muchas salas; en la última, la más central, más inaccesible y más allá de la percepción ordinaria, habita Él, Dios. Para llegar se han de atravesar seis moradas previas, en un arduo itinerario que refuerza la intimidad de la experiencia y requiere, como única condición, la de persistir en la intensificación del espíritu. Con pudor hacia el hábito y resguardándose por su posición subalterna en la pirámide eclesial, la Madre Teresa desplaza, en el inicio, la autoría:
«Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí, porque yo no atinaba a cosa que decir ni cómo comenzar a cumplir esta obediencia, se me ofreció lo que ahora diré, para comenzar con algún fundamento: que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas. Que si bien lo consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice Él tiene sus deleites. Pues ¿qué tal os parece que será el aposento adonde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita? No hallo yo cosa con que comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad; y verdaderamente apenas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que fuesen, a comprenderla…»
La puerta de entrada al castillo es “la oración y la consideración”, pues los trabajos para alcanzar la meta deben ser proporcionados a «la fuente y aquel sol resplandeciente que está en el centro«. Allí, en la morada principal, “es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma”; es decir, la unión.
En el centro ¡no en lo alto, no fuera de sí misma! está Mystikón, el ‘secreto’, esencia muda y polo atrayente adonde confluirán las connotaciones corporales, acústicas, olfativas y sabrosas del fenómeno místico. La unión con Cristo entonces es posible a todos pues Cristo es el espacio interior, ocupa el centro del alma. Y se hace habitable.
Hacer de la necesidad… ¡virtud!
¿Cómo llegar a este otro, ex-centro habitable de sí? Rezar, penitenciar, trabajar… más y más duro; vaciarse de imaginerías, engaños y tentaciones, despojarse del ego, abandonarse a esta experiencia extraordinaria y avanzar casi a ciegas será la fórmula de la santa, una fórmula que no sólo involucra al logos. Todo parece entrarle por los sentidos: experimenta, ve, prueba, sabe… El cuerpo y sus arrobamientos le dan el argumento más poderoso. Tanto, que sobre éstos dirá:
«¿Pensáis que es poca turbación estar una persona muy en su sentido y verse arrebatar el alma (y aún algunos hemos leído que el cuerpo con ella) sin saber adónde va, qué o quién la lleva o cómo? (…) Pues ¿hay algún remedio de poder resistir? En ninguna manera; antes es peor… que ve es lo más acertado hacer de la necesidad virtud.»
Teresa dice que nada sabe, aunque bien sabe por sus vivencias que existe una franca oposición entre la satisfacción de las necesidades y esta otra, exquisita e indecible satisfacción obtenida en la unión con Dios. Entonces, para alcanzar “la luz más resplandeciente”, recomienda a sus carmelitas “hacer de la necesidad virtud” adentrándose sin miedo en el mundo de lo ilusorio, la locura y las sombras. Aunque jamás acierte a describir directamente esta unión, es evidente que para ella “hacer de la necesidad virtud” es más que una frase prometedora: es su leitmotiv. De hecho, pasa largos períodos deprimida o postrada, pero en cuanto mejora un poco es una hacedora incansable (6). Aspira a la perfección, la cree posible para quien se lo proponga pues en su práctica, el deseo mundano, al cual la razón distrae con ilusiones plausibles, esconde carencias que el amor a Dios sana.
La experiencia mística aparece para la santa como un proceso de emancipación de los determinismos internos y externos, que no se consigue desde el sufrimiento o la mortificación, sino por superación mediante la capacidad identificadora del cuerpo, que no puede decir “yo sé”, pero sus sentimientos y aconteceres son una guía certera en su deseo de hacerse una con Él.
Vivo sin vivir en mí
El verso, de uno de sus más bellos poemas (7), podría responder a la inevitable pregunta que surge al leer Las Moradas: ¿cómo, frente a sucesos extraordinarios que desafían la realidad, el relato se pone del lado de lo posible?
Cuando la verosimilitud parece desfallecer o el yo narrativo resquebrajarse ante lo inenarrable de los hechos, Teresa se reafirmará diciendo “Yo sé mucho de esto por experiencia”. Y si lo que desea comunicar rebasa absolutamente los límites del mundo categorial y decible, deviene mensajera de Dios: “el señor sé yo lo quiere”. Sin ninguna estrategia ni preocupación por el borramiento de sus contornos, ella se desdibujará más y más en favor de un narrador “otro”, Dios, único sujeto cierto de su experiencia. Tal certidumbre le viene porque este otro carente de todo anclaje corporal y mundano, no se liga por lo intelectual: su indubitable verdad le entra por los sentidos.
“…Es tan en lo íntimo del alma, y parécele tan claro oír aquellas palabras con los oídos del alma al mismo Señor y tan en secreto… junto con las palabras muchas veces, por un modo que yo no sabré decir, se da a entender mucho más de lo que ellas suenan sin palabras…que la saca de sus sentidos…”
Teresa asume la irrupción de los más extraordinarios acontecimientos como signos de su unión con Dios: un sentir de la carne, que no es cuerpo sino expresión dialéctica de ese otro que ocupa su centro, la conforma, la consolida. Ella se lo apropia en esas cosas que le acontecen y que no pasan por lo que dice, pero que igualmente quedan cifradas en su escritura. Son signos que contribuyen a su certidumbre en un sentido tanto anticipatorio como retroactivo… hacen que Teresa se deje llevar, de lugar a lo invisible, misterioso, maravilloso e indecible que sobrevendrá. “Vivo sin vivir en mí” delata que su experiencia no se agota en lo contenido por las palabras. Y que, al filo de todo esto, por escribirlo, se exige ser creíble, salvar el discurso pero también la identidad. (8)
Su insistente “no entender-entendiendo” muestra que en la narración irrumpe algo que desconoce los límites, la desborda. El relato se vuelve polifónico y obliga al lector a preguntarse ¿quién está hablando?, pues los contornos del sujeto se hacen porosos y la autoría, ese reducto supuestamente diáfano del yo, se descompone y fusiona en otras voces: unas veces ajenas, otras personalizadas en el Señor, y otras, es la propia voz de Teresa obedeciendo a la inspiración de Él. Aunque las audiciones divinas o “hablas del Señor”, con el tan teresiano “díjome Dios”, tardan en llegar. Ocurren tras experimentar uno más de sus muchos arrobamientos (9). Incluso, al quedarse sin palabras para lo que tiene que decir, y con una bella imagen viene la inspiración a socorrerla, aparecen frases de aprobación directa de Dios. Entonces, ante una alegoría afortunada, se presenta una nueva voz:
“… y a manera de como hace el ave fénix, -según he leído-, y de la misma ceniza, que después se quema, sale otra, así queda hecha otra el alma después con diferentes deseos y fortaleza grande. No parece es la que antes, sino que comienza con nueva puridad el camino del Señor. Suplicando yo a Su Majestad fuese así, y que de nuevo comenzase a servirle, me dijo: Buena comparación has hecho; mira no se te olvide para procurar mejorarte siempre”.
Esa nueva voz es su fiadora: ante la imposibilidad de su discurso para dar crédito a todo lo que siente ¡logra la aprobación directa de la divinidad! Los signos de su unión y goce místico reeditan el silencio y el potencial constitutivo de la alteridad, el fragor de la vida; aquel primer embelesamiento ante la reproducción de una forma, que aparece repitiendo insistentemente su vacío. (10)
El cuerpo estallado del lenguaje
Claro que la polifonía no alcanza a sortear la imposibilidad de la palabra para contener lo real del goce místico. A medida que avanzamos en Las Moradas, la autora fuerza el discurso hasta lo increíble para incluir y apropiarse de la divina aparición: los dolores, las “hablas” y las “visiones” son sus señales, verificaciones de acercamiento hacia este centro “adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (Moradas, I, 1), es decir la unión… que la religiosa podrá comunicar sólo por medio del lenguaje, aunque la desproporción entre la vivencia y la palabra provoca tal explosión, que deberá representar la desmesura con figuraciones que estoicamente soporta una escritura casi desarticulada.
Las dos fuentes, el gusano de seda, el dardo, las nupcias… son algunas de las alegorías con que Teresa dará visibilidad a lo que ocurre en su alma y su cuerpo a medida que se estrecha la unión. Las “hablas del Señor”, que nunca oye “con los oídos corporales”, así como otras “visiones del Señor”, que nunca ve con los ojos del cuerpo, autorizan su experiencia mística en otros términos: son inclausurables signos. Lo visto, lo oído, lo probado, lo gustado, son distintos registros sensoriales de esa verdad profunda, distante de la racionalidad y atesorada en su castillo interior; signos, que se van apoyando unos con otros en lo indecible y gracias a los que Teresa penetra, sin saber cómo, desde su cuerpo, en la unión con Dios.
Las tres últimas moradas exhiben una textualidad casi alienada para contener su experiencia, sostener esa tensión permanente entre el yo y el cuerpo, la palabra y el goce, la subjetividad y la extimidad de sus vivencias.
En la Quinta Morada el alma intensamente enamorada de Teresa pareciera querer desprenderse del eje del relato, lo entrecorta, fuerza, distorsiona…
“…como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios, que así es: una muerte sabrosa, un arrancamiento del alma de todas las operaciones que puede tener estando en el cuerpo; deleitosa, porque aunque de verdad parece se aparta el alma de él para mejor estar en Dios, de manera que aún no sé yo si le queda vida para resolgar (ahora lo estaba pensando y paréceme que no, al menos si lo hace no se entiende si lo hace), todo su entendimiento se querría emplear en entender algo de lo que siente…¡Oh secretos de Dios!, que no me hartaría de procurar dar a entenderlos si pensase acertar en algo, y así diré mil desatinos, por si alguna vez atinase…”
Ya rumbo a la Sexta Morada, donde la santa logrará unirse definitivamente con Él, el empeño por dar a entender su éxtasis acelera la narración y produce una acumulación sintáctica de tal ritmo e intensidad, que las imágenes se yuxtaponen en un arrasador crescendo erótico. Hasta la mismísima palabra “unión” sufre el asedio de cuantificadores: unión entera, más unión, no tanto, más y más…. Sólo por su confianza en los hechos la escritora resiste a la fragmentación subjetiva y cohesiona la trama. Da gusto descubrir entonces cómo sus alegorías han ido salvando airosamente el obstáculo al goce impuesto por el lenguaje, su aparato. Solo que el significante se ha vuelto su operador.
El lenguaje de la carne
“Basta ir a Roma y ver la estatua de Bernini para comprender de inmediato que goza…”, dirá Lacan. Esa retórica estallada de la autora, el lenguaje exigido más allá de las palabras, que implica un más allá de lo que alguien es capaz de enunciar, es su lalangue, la forma singular en que su escritura accede a lo vivido en su cuerpo y determina los enigmas afectivos que atesora.
“Estas jaculaciones místicas no son ni palabrería ni verborrea; son, a fin de cuentas, lo mejor que hay para leer”, sigue Lacan, advirtiendo la potencia de esos textos para dar a conocer un saber, aunque parcial del goce que la hacía suspirar:
“…se está deshaciendo de deseo y no sabe qué pedir, porque claramente le parece que está con ella su Dios. Diréisme: pues si esto entiende, ¿qué desea, o qué le da pena?, ¿qué mayor bien quiere? No lo sé; sé que parece le llega a las entrañas esta pena, y que, cuando de ellas saca la saeta el que la hiere, verdaderamente parece que se las lleva tras sí, según el sentimiento de amor siente.”
Otro campo semántico, el de la «herida», aparece ahora como alegoría erótica. De su intensidad Teresa infiere el desposorio y el matrimonio espiritual. La “metamorfosis del alma”, la “gracia del dardo” y las “nupcias” en “las vistas, desposorio y matrimonio espiritual”, son algunas de las imágenes retóricas que hallará para esos estados donde la flecha que hiere es inexorable y avanza como “saeta de fuego”. “La herida” será entonces el significante en torno al cual se reorganizan el deseo y el exceso:
“…se dejaba sentir aquel encendido fuego, y como no era bastante para quemarla, y él es tan deleitoso, queda con aquella pena y al tocar hace aquella operación; y paréceme es la mejor comparación que he acertado a decir. Porque este dolor sabroso, y no es dolor, no está en un ser; aunque a veces dura gran rato, otras de presto se acaba … quitase y torna; en fin, nunca está estante, y por eso no acaba de abrasar el alma, sino ya que se va a encender, muérese la centella y queda con deseo de tornar a padecer aquel dolor amoroso que le causa…”
La «herida» es una marca de la satisfacción provocada por la intensidad y la belleza de esta unión… tanto placer que no se entiende, duele ¡y despierta!
“…para recibir la herida de Dios es necesario desnudar los miembros, es decir, ofrecerse voluntariamente para que esta unión se produzca”.
Teresa localiza el goce. Produce el “verdadero conocimiento” en el cuerpo y el lenguaje místico se le hace insobornable lenguaje de la carne: la herida abre a la alteridad, conecta lo divino con el alma, el alma con lo excesivo de su vivencia, la “merced” dirá la santa, que se recibirá junto al dolor, que produce goce y calma el deseo de más amor. Entiende que ese es el momento nupcial y exclama “¡Qué felicidad es ser herida por este dardo!” Recupera así, para el éxtasis místico, el erotismo, permitiéndose luego reestructurar el texto en torno al otro:
“Su Majestad la despierta, a manera de una cometa que pasa de presto, o un trueno, aunque no se oye ruido; mas entiende muy bien el alma que fue llamada de Dios, y tan entendido, que algunas veces, en especial a los principios, la hace estremecer y aun quejar, sin ser cosa que le duele. Siente ser herida sabrosísimamente, mas no atina cómo ni quién la hirió; más bien conoce ser cosa preciosa y jamás querría ser sana de aquella herida. Quéjase con palabras de amor, aun exteriores, sin poder hacer otra cosa, a su Esposo; porque entiende que está presente, mas no se quiere manifestar de manera que deje gozarse. Y es harta pena, aunque sabrosa y dulce; y aunque quiera no tenerla, no puede; mas esto no querría jamás: mucho más le satisface que el embebecimiento sabroso que carece de pena, de la oración de quietud.”
Este rapto o «arrobamiento» del alma la alcanza luego de que movido Dios «a piedad de haberla visto padecer tanto tiempo por su deseo…, abrasada toda ella como un ave Fénix…, la junta consigo, sin entender aún aquí nadie, sino ellos dos«. Las potencias y sentidos interiores, aclara la carmelita, están totalmente embebecidos en y por Dios; muertos simbólicamente para sí; vivos en y para Dios.
Por esta condición de apertura al Otro, en su lenguaje estético se revela una forma sexuada del amor: es lenguaje de la carne. Al borde de la consumación definitiva, ya en la Séptima Morada, se dará el matrimonio. Teresa ya no-es-toda: está Dios en su centro, pero ella está de lleno ahí. Ella está ahí y está el goce, del que nada sabe; pero lo siente. Le ocurre, siente su éxtasis, “un arrobamiento” dice, un plus que se ubica más allá de sus necesidades y más allá de sus virtudes -los trabajos para ser merecedora de tanto favor, las responsabilidades cotidianas, sus fundaciones y sus escritos-.
Pese al desdoblamiento que implica narrar en forma comprensible su pasión mística, ella logra captar de pleno la trastienda de su subjetividad. En ese sentido, El Castillo Interior es un admirable texto fracasado en trasmitir fielmente lo que no encuentra palabras: una experiencia tan ajena a la cotidianeidad que muerde el hueso de lo imposible de decir y lo hace con una escritura que avanza audaz y grácil sobre lo que nunca llega a reabsorber completamente. En Las Moradas, Santa Teresa de Jesús acierta comunicarnos su secreto más íntimo mediante el singularísimo lenguaje de la poesía, que es también su lalangue.
Comentario sobre Las Moradas efectuado en el seminario de Enrique Acuña “Las escrituras del goce femenino. Psicoanálisis y literatura”.
Notas:
[1] Se trata del “Éxtasis de Santa Teresa” (1645 y 1652) escultura de Gian Lorenzo Bernini emplazada en la Iglesia de Santa María de la Victoria, Roma. Del Seminario XX, cap. VI: “…basta ir a Roma y ver la estatua de Bernini para comprender de inmediato que goza…”
[2] Siendo patente para los Reyes Católicos el peligro luterano, los libros necesitaban una autorización previa a la estatal a través del Consejo Real, y eran examinados luego por el Santo Oficio. Había índices de libros prohibidos… Pero además, Teresa era acusada de visionaria, de entrometimiento ilegítimo en la conciencia y en la vida interior de sus monjas, de coartar la libertad, de difundir falsas doctrinas sobre la oración mental aprendidas en libros de alumbrados…
[3] Mujer extraordinaria, realizó una enorme obra sorteando los continuos embates de la Inquisición. Poeta, maestra espiritual, mística y prolífica escritora autodidacta, autora de la primera biografía real escrita en lengua vulgar, fundó diecisiete conventos, reformó la Orden de las Carmelitas haciéndola mucho más rigurosa, escribió una veintena de libros místico-didácticos, y otros de poesías. Fue canonizada en 1622 y en 1970 nombrada primera Doctora de la Iglesia.
[4] La alegoría, figura retórica sobre la que pivota toda la mirada del arte barroco, es un poderoso instrumento cognoscitivo cuyo lenguaje figurado plasma imágenes por analogía, para simbolizar o evocar en su duplicación una idea o concepto difícil de comprender. «La alegoría no es más que un espejo que traslada lo que es con lo que no es, y está toda su elegancia en que salga parecida tanto la copia en la tabla, que el que está mirando a una piense que está viendo a entrambas», afirmaba Calderón de la Barca.
[5] Cecilia Inés Avenatti de Palumbo: “Herida y nupcialidad en Orígenes y Teresa de Ávila”.
[6] De sus enfermedades no hay datos precisos. En su nutrido epistolario aparecen notas inespecíficas sobre algún malestar, cuyos diagnósticos son muy vagos y no condicen con las nosografías de la actualidad. A su entrada en el convento, la depresión la llevó a enfermar y tuvo que estar en casa de su padre un año para recuperarse. Luego sufrió unas convulsiones que la tuvieron cuatro días en estado de coma y de las que salió paralizada por dos años más. Sufría del estómago, del corazón, terribles migrañas y según sus propias palabras, de “miedo a la muerte”. No obstante, fundó y dirigió diecisiete conventos, impuso una reforma muy severa a la regla de la Orden de las Carmelitas, y escribió una veintena de libros místico-didácticos, otros de poesías, y otros de organización conventual.
[7] Vivo sin vivir en mí,/y tan alta vida espero,/que muero porque no muero.//Vivo ya fuera de mí,/después que muero de amor;/porque vivo en el Señor,/que me quiso para sí:/cuando el corazón le di/puso en él este letrero,/que muero porque no muero.//Esta divina prisión,/del amor en que yo vivo,/ha hecho a Dios mi cautivo,/y libre mi corazón;/y causa en mí tal pasión/ver a Dios mi prisionero,/que muero porque no muero./…
[8] El goce no es una satisfacción natural, es una satisfacción propia de un cuerpo atravesado por el significante, es una satisfacción producto del significante, que a la vez escapa al sistema significante que lo produjo.
[9] Los arrobamientos suceden entre 1560 y 1571 aproximadamente. En 1558 Santa Teresa tuvo su primer rapto: la visión del infierno. Asustada, en 1559 y durante seis años toma por confesor a Baltasar Álvarez. Entonces comienza a disfrutar de grandes favores celestiales, entre ellos la visión de Jesús resucitado. A los 43 años estuvo por vez primera en éxtasis. Sus visiones intelectuales se sucedieron durante 18 meses, de 1559 a 1561. Su voto de aspirar a lo más perfecto fue en 1560. Por desconfianza o para probarla, sus superiores le prohibieron abandonarse a la devoción mística y le ordenaron resistir a estos arrobamientos donde su salud se consumía. Obedeció, mas su oración era tan continua que ni el sueño la interrumpía, y abrasada del deseo de ver a Dios, se sentía morir.
[10] Para Freud, la necesidad nacida de un estado de tensión interna se satisface por la «acción específica», que encuentra al objeto en la vivencia de satisfacción propia del proceso primario. El goce se liga al recorrido de las huellas mnémicas de esa vivencia alucinatoria de las percepciones, y es signo de esta experiencia. Surge entonces una forma de hambre, a la que Lacan, de manera muy pertinente, califica como “hambre de signos”, pero no de cualquier signo, son “signos de presencia” de ese objeto que en realidad nunca se tuvo.
Bibliografía:
• Soldevilla Pérez, C.: “El trasfondo barroco del psicoanálisis”, Arbor: Ciencia, pensamiento y cultura, ISSN 0210-1963, Nº 723, 2007. https://www.researchgate.net/publication/26616019_El_trasfondo_barroco_del_psicoanalisis
• Avenatti de Palumbo, C. I.: “Herida y nupcialidad en Orígenes y Teresa de Ávila”, UCA-UNSTA http://bioetica.uccuyo.edu.ar/identidad/images/pdf/mesas/Avenatti-Cecilia.pdf
• Notas del seminario de Enrique Acuña: “Las escrituras del goce femenino. Psicoanálisis y literatura”.
• Lacan, J.: El seminario, Libro XIX, O peor…, [1971-1972] Paidós, Buenos Aires, 2016.
• Ibíd.: El seminario, Libro XX. Aun, https://parletre.org/2016/05/19/seminarios-de-jacques-lacan-paidos/
• Marcos, J. A.: “Todo son estratagemas. Sobre Teresa y el discurso místico”, Madrid, http://www.revistadeespiritualidad.com/upload/pdf/1638articulo.pdf
• Santa Teresa de Jesús: Las Moradas, 13a ed. Espasa Calpe, España, 28 feb 1985.
• “Teresa de Jesús y la Inquisición”: http://www.stjteresianas.org/wp-content/uploads/2016/06/Teresa-Inquisicion.pdf