Wittgenstein: lo verdadero, lo falso y el silencio
Abogado. Miembro adherente de la Asociación de Amigos Guaraníes (A.A.G.ua). Participante del seminario "El Otro del desengaño" dictado por Enrique Acuña en la ciudad de Buenos Aires.
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Te escribo cartas de viajante de comercio esperando que oigas la risa y el canto —los únicos (¿los únicos qué?) que no se envían, ni las lágrimas. Sólo me interesa en el fondo lo que no se expide, no se despacha de ninguna manera.
(Jacques Derrida, La tarjeta postal: de Sócrates a Freud y más allá, 1980).
En vísperas del verano de 1994 Jacques-Alain Miller mostraba un especial interés por la función que cumple la lógica del fantasma en el curso del análisis con miras a la conclusión de la cura. Tanto en el curso «Donc, La lógica de la cura» (1) como en el discurso «Lo verdadero, lo falso y el resto» (2) fueron esbozados los elementos necesarios para comprender cómo la lógica opera efectivamente en el discurso analítico. Para esto tuvo que diferenciar primero ciertas teorías existentes sobre la verdad para luego llegar a la propuesta de Lacan. Y durante ese recorrido inexcusablemente tuvo que transitar por la lógica proposicional de Wittgenstein, es decir, por aquella que considera que las proposiciones lógicas hablan solamente de lo verdadero y lo falso, como si cada proposición fuera absolutamente el nombre de lo verdadero o el nombre de lo falso.
El presente escrito (*) se detendrá en ese punto y tendrá como propósito describir muy breve y, por supuesto, parcialmente, los diálogos que mantuvieron estos tres autores sobre la cuestión de lo verdadero, lo falso y el silencio -¿o el resto?.
1. Wittgenstein: la lógica de lo verdadero y lo falso
En el primer Wittgenstein una proposición es verdadera si no tiene contradicción (3). Por ejemplo, si decimos «es de día» obtenemos solamente la descripción o constatación de un hecho (4). Pero si en cambio expresamos «es de día si es de día» tendremos una formulación que logra un dicho sin contradicción. Una proposición lógica que no contiene ningún intersticio en el cual pueda insertarse una variable falsa. El elemento conectivo, o mejor dicho, el factor conjuntivo sería, en este caso, el sí. Una situación similar ocurriría si escribimos A y B simplemente con el y. Tanto el si como el y operan entre estas proposiciones cuales reglas de inferencia.
La proposición es verdadera entonces porque la construcción gramatical de lo verdadero está dada por un elemento conjuntivo que no admite oposición falsa. Este componente es lo que en el Tractatus Logico-Philosophicus se conoce como «correspondencia«, «concordancia» o «figuración«. Una correspondencia entre la idea y la cosa. El mundo es «figurado» por el «pensamiento» (o el lenguaje). Es decir, a los hechos del mundo corresponden pensamientos y proposiciones. De ahí que J.-A.Miller ubique a la teoría de Wittgenstein en la de la representación; en una teoría especular de la verdad que habla de lo dicho, de la proposición, como de un cuadro del mundo.
Posicionar a la verdad en un esquema de representación equivale a decir que hay una adecuación del entendimiento a la cosa. Un esquema que ubica, que hace depender la verdad de la correspondencia, siempre a la correspondencia entre la idea y la cosa. Es —por decirlo de alguna manera—una correspondencia entre el lenguaje y el pensamiento: a cada palabra le corresponda una idea para transmitir al otro. De modo que hace de lo verdadero y de lo falso no propiedades de las proposiciones sino referencias.
La estructura gramatical está compuesta además con proposiciones que comprenden a la totalidad de los hechos que constituyen el mundo. Esta circunstancia lleva a Lacan a decir, por ejemplo, que en el Tractatus no hay otra verdad que la inscripta en alguna proposición. El hecho de que «sea de día» es solo producto de que eso sea dicho. Lo verdadero depende solo de la enunciación, a saber, si es enunciada a propósito. Así, cualquier cosa que se enuncie es o verdadero o falso, y que enunciar esto de que es o verdadero o falso, es forzosamente verdadero aun cuando esto anule el sentido (5). Evidentemente Lacan se refiere a lo que en Wittgenstein sería una tautología, a saber, proposiciones lógicas que son siempre verdaderas, cualesquiera fueran los valores de verdad de sus componentes.
La teoría de la correspondencia o de la representación —como la denomina Miller— se diferencia de al menos dos más, sin contar la propuesta por Lacan. En primer lugar de aquella aristotélica y estoica según la cual no podría decirse nada sino solo lo verdadero, y si se dijera algo falso se podría ver inmediatamente. Y en segundo lugar de la teoría articulatoria o sistemática de la verdad conforme la cual la verdad está situada en un plano de autonomía en el orden simbólico (v. gr.: «hay luz» cuando es de mediodía, que constata que hay luz, y en ese nivel, la verdad es decir que «hay luz» cuando hay luz, y a medianoche, lo que era verdad doce horas antes se ha convertido en mentira).
La lógica de la correspondencia se distancia de las dos anteriores, pues habla exclusivamente de lo verdadero y lo falso, de suerte tal que todo aquello que esté por fuera de esos dos vectores, serán, sencillamente, «absurdos«.
Esta «absurdidad» es referenciada en el prólogo del Tractatus cuando se consigna que lo que siquiera puede ser dicho puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar. El libro intenta trazar un límite al pensar, o más bien, no al pensar, sino a la expresión de los pensamientos. El límite —dice Wittgenstein— solo podrá ser trazado en el lenguaje, y lo que reside «más allá» del límite será simplemente «absurdo». En efecto, el Tractatus es la teoría de lo que puede ser expresado mediante proposiciones, esto es, mediante el lenguaje (y, lo que es lo mismo, lo que puede ser «pensado») y lo que no puede ser expresado mediante proposiciones, sino solo «mostrado» (6).
Las anteriores son las divisiones elementales del texto: lo que puede ser pensado, puede ser expresado; y lo que no puede ser pensado, a saber, lo indecible, puede ser únicamente «mostrado«; o al revés: lo que puede ser «mostrado» no puede, por añadidura, ser «dicho». Es por eso que uno de los puntos cardinales del libro sea, literalmente, clarificar el lenguaje o el pensamiento mediante la dilucidación o limitación entre lo decible y lo indecible, en vistas a la disolución de los problemas filosóficos.
El propósito consiste en establecer los límites entre el lenguaje mismo (lógica, mundo, ciencia) y el silencio (lo místico). El papel que asume la filosofía —considerada como una «actividad» (4.11)—, dentro de todo este escenario, es el de clarificar los pensamientos. La filosofía deberá delimitar nítidamente los pensamientos, que de otro modo, son turbios y borrosos. La filosofía delimita, por tanto, lo pensable y con ello lo impensable (4.114). Establece la frontera entre lo que se puede decir y lo que no se puede decir.
En suma, la lógica propuesta por Wittgenstein confecciona el mundo —en el caso, cada mundo, mi mundo— mediante proposiciones lógicas, sean verdaderas o falsas, o lo que es lo mismo, de modos biunívocos y, por consiguiente, sin restos.
2. En Lacan, el resto
Ahora bien, al poner en juego lo verdadero y lo falso resta algo por decir. Este resto es un tercer elemento, externo —o más bien éxtimo— del binomio de lo verdadero y lo falso. Además, el mismo no resulta configurado bajo estos parámetros lógicos y antagónicos. En términos generales, y con cierto reduccionismo, basta señalar aquí, que en determinado momento de la enseñanza de Lacan no existe la correspondencia o concordancia unidireccional entre lo verdadero y lo falso. Muy por el contrario, la verdad no tiene necesariamente correspondencia entre un símbolo y un hecho, sino que es un efecto de la articulación, y tiene valor variable, según dicha articulación. Por esta razón al conjugar lo verdadero y lo falso, sobra, por fuera de toda proposición, un resto.
Así es que Lacan dirá que es cierto que no hay verdadero sin falsos, al menos en su principio; esto es cierto. Pero que no haya falso sin verdadero, esto es falso; lo verdadero solo se encuentra fuera de toda proposición. Decir que la verdad es inseparable de los efectos del lenguaje tomados como tales es incluir al inconsciente (7).
En la lógica proposicional, por tanto, no hay resto (salvo, quizás, como se mencionará, el silencio). Porque para Wittgenstein lo que reside más allá o afuera del lenguaje no puede sacar al individuo de ningún malestar. Toda potencia, avance o realización de la vida debe ser lograda necesariamente dentro de los límites del lenguaje. Y quien acaso intentara ir por fuera de estos parámetros tendrá como resultado una respuesta absoluta e irremediablemente desesperanzadora. Desde ese lugar es que dictaminaba, por caso, que «…mi único propósito es arremeter contra los límites del lenguaje. Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzador…» (8).
El lenguaje, planteado de este modo, de suyo proposicional, es considerado exclusivamente como una operación lógica. Todo el mundo puede, y debe, ser significado mediante proposiciones claras y no absurdas, es decir, a través de significaciones no metafísicas. Tanto es así que cuando alguien incurra en algún pensamiento borroso será tarea del filósofo depurar dicha significación, o bien significarla. A este respecto, en una de sus últimas proposiciones, Wittgenstein manifestaba que «…cuando alguien dice alguna cosa metafísica, el filósofo le mostrará que no ha dado significación a ciertos signos en sus proposiciones.» (6.53).
En la situación analítica o bien en el discurso analítico, por el contrario, se trata de decir incluso lo imposible o lo metafísico y de mostrar aquello que queda por fuera o más allá del decir. Se trata, por ende, de querer aquello que resta del decir: de amar su más allá. Por eso Lacan, en Radiofonía, dirá finalmente lo opuesto a Wittgenstein: «…no articulé la topología que delimite la frontera entre verdad y saber, sino para mostrar que esta frontera está en todos lados y no fija dominio más que cuando uno se pone a amar su más allá…».
3. Del silencio pulsional a otro silencio
Si es posible pasar del silencio pulsional a otro silencio —en el caso, el místico— resulta necesario considerar preliminarmente que el primero acontece en el cuerpo que no habla y que goza, por eso mismo, de ese silencio. El silencio pulsional se manifiesta (v. gr.: bajo síntoma) pero en silencio, o sea, desconociendo la causa, el origen, o la cadena de significantes sobre la cual está inscripto. El silencio profundo habita en el interior —como sucede, por ejemplo, con las lecturas que Masotta hace de los personajes de Los siete locos de Roberto Arlt— y por ello, esa laguna de silencio, se condensa en angustia lo que permite advertir, a la vez, que la angustia es, en definitiva, el puente que une la vida interior con la vida exterior (9).
El silencio interior, ahogado en tales lagunas, brotan en el cuerpo que contradictoriamente goza del mismo al tiempo que resultan desconocidos, no hablados, por el individuo. De ahí que Althusser diga con referencia a La Interpretación de los Sueños que mientras que Freud había estudiado los mecanismos o leyes reduciendo sus variables al desplazamiento y la condensación, Lacan, por el contrario, reconocería en ellas dos figuras esenciales: la metonimia y la metáfora. Así, el lapsus, el acto fallido, el chiste y el síntoma se convierten, como los elementos del sueño mismo, en significantes, inscritos en la cadena de un discurso inconsciente, que repiten en silencio —es decir, con voz ensordecedora— dado el desconocimiento de la represión, la cadena del discurso verbal del sujeto humano (10).
Por lo tanto, podría ser válida la traducción de Freud, en Más allá del principio del placer, en la cual las pulsiones de muerte cumplen su trabajo de modo «silencioso» antes que de forma «inadvertida». En efecto, según aquella traducción, se afirma que es «…extraño que los instintos de vida sean los que con mayor intensidad registra nuestra percepción interna, dado que aparecen como perturbadores y traen incesantemente consigo tensiones cuya descarga es sentida como placer, mientras que los instintos de muerte parecen efectuar silenciosamente su labor…» (11).
La realidad psíquica, como potencial, puede ser entendida como el deseo inconsciente que empuja al individuo a querer decir, dejando un resto que hace vibrar aquel vacío donde surgirá al final una frontera, diferente para cada uno. En esta fase, el analista tiene un rol fundamental: el de hacer hablar antes que el de hacer callar. Y por contraposición, el analizante, como apuntara Lacan, no está ahí para enfrentar al simple silencio del analista (12). Así, mediante esta dinámica articulatoria se pasa del silencio pulsional a otro silencio, que se construye sobre un cierto uso de lo imposible de decir. Esta construcción de lo indecible es una posición pragmática con la vida: es qué se hace con lo que se dice (13).
De lo que se trata, entonces, en el discurso analítico, es de avanzar sobre la fórmula de Wittgenstein sobre «lo que no se puede decir, mejor callar» a otra donde se trata de «mostrar aquello que queda fuera del decir«. En otros términos, hacer hablar al silencio, o bien, hacer escribir el mismo. El objeto (a) de Lacan, como veremos luego, correspondido con ese otro silencio que queda por fuera del decir, tomará en este sentido, sentido. Lo no sabido —el sinsentido, lo que no se sabe, lo que solo era posible de ser mostrado, ese otro silencio distinto del pulsional— quedará luego como marco del saber.
4. El silencio y lo real. De lo imposible a la necesaria escritura
El presente título que elige Françoise Fonteneau para el último capítulo de su libro tiene necesarias implicaciones con el punto anterior: ¿qué hacer con este otro silencio distinto del pulsional?
El autor, en primer lugar, trata de evidenciar por medio de testimonios cómo ciertos individuos dicen haber fracasado en la tentativa de escribir el silencio. Y en esa senda, mostrará, en segundo término, cómo fue Lacan quien finalmente pudo triunfar en tal empresa. ¿Cómo? Al marcar el silencio con una simple (a), semblant del desecho, en el lugar del agente, en un discurso preciso, el del analista (14).
Valgan como ejemplos, entonces, estas dos experiencias contrapuestas que brinda Fountenau:
(a) «Un rey Escucha», el rol del rey en Prospero (15): el director trata de hacerle oír que el silencio en si no existe y que «únicamente el deseo de oír abre la oreja«. Todo el mundo cuestiona a Prospero y le muestra la imposibilidad de su demanda, la imposibilidad de la representación del silencio. Sin embargo, Prospero no renuncia a su búsqueda, la del «reverso de los sonidos«. Busca algo que es «dicho entre los sonidos«. Poco a poco se da cuenta de que ese silencio-espera tal vez no sea sino el de su muerte. Finalmente Prospero muere, creyendo que hay un reverso de los sonidos.
El intento de Prospero era demostrar hacer oír el silencio, silencios que los atraviesan, siempre ligados a la muerte. No es el silencio de Wittgenstein, sino la representación del silencio. Por eso, para hacer oír mejor el silencio, muchos hacen que en él resuene el grito.
(b) El grito de Munch: Lacan comenta la pintura de Munch y la rebautiza como «El silencio». Bajo tal labor, examina y articula la cuestión de la «demanda al Otro» en el análisis, al tiempo que recalca la importancia en la experiencia analítica de dos objetos (a), la mirada y la voz. Así, Lacan, sobre el cuadro de Munch dirá que el silencio no es el fondo del grito. Es el grito lo que parece provocar el silencio, lo que lo causa: «…lo hace surgir. Le permite sostener la nota, es el grito lo que lo sostiene, y no el silencio… El grito es un abismo donde se precipita el silencio» (16).
¿Cómo aparece el silencio? Lacan lo describe primero como un «lugar«: aquel donde va a imprimirse el mensaje del sujeto. Luego, es un lazo, un «nudo» entre «algo que es un instante y algo que es parlante o no, el Otro; este nudo cerrado es lo que puede resonar cuando lo atraviesa y hasta lo surca el grito«. Se trataría entonces de un silencio que habla. Entonces aquí confiere dos funciones al silencio. Primero, que el silencio permite un punto de referencia en la cura; y segundo, que es el signo de la comprobación de la hiancia, del corte o más bien del boquete fundamental del sujeto: «es ese hueco infranqueable, marcado en el interior de nosotros mismos, y solo apenas podemos acercarnos a él» (17).
De ese agujero del grito, ese silencio en hueco, lo que aparece en la demanda nunca es otra cosa sino un resto, un residuo. Y aceptando vivir ese corte, esa hiancia, aceptando ser él mismo el residuo es como el sujeto enfoca esa cosa reducida de la que partió en el origen.
De modo que el silencio nace del grito. En Lacan, por consiguiente, el silencio ni siquiera es «mostración«, como en Wittgenstein; al revés, el silencio en él es «mostrado». Pero mostrado en cuanto agujero, corte, como hiancia.
Por lo demás, Francoise Fonteneau, menciona que el hecho de que el silencio esté ligado a lo real en las tentativas de escritura, en las cuales la representación del grito está ligada al de la figurabilidad de las pulsiones, lleva a preguntarse si ¿no es sin embargo, en ocasiones, el silencio un señuelo respecto de lo real, no ya lo que lo enfoca de manera segura sino lo que permite encubrirlo, ponerlo a distancia? Prospero muere por no poder representar el silencio, sufría por la representación imposible del silencio.
Para el analista, sin embargo, escoger el silencio no es escoger el significante silencio sino el silencio como sitio, como lugar, que no deber ser llenado por otra cosa. Se trata de una elección; de encarnar un «semblant de desecho». El analista escoge ser rechazado del lenguaje, ser su desperdicio, su desecho (¿no es este, acaso, el sentimiento del que habla Wittgenstein para lo místico?). A través del silencio, comenta Francoise Fonteneau, no se trata de crear un lugar transcendental, de valor, sino de plantear el lugar posible de la palabra, donde lo imposible de lo real vendría a decirse. Esto sería, en definitiva, elegir el silencio para mostrar su posible escritura, para efectuar su puesta en letras.
5. Escribir el silencio
Hay que «mostrar» que no se escogió el significante «silencio«. Hay que «mostrar» su posible escritura, su puesta en letras, la (a). La letra anuda lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. Aquí la letra designa un lugar, se transmite sin restos, alcanza un real. Esto no es representación ya que no se transforma el matema en objeto. En esta escritura, Lacan, no nombra el silencio, sino que lo ubica en un lugar preciso, el de la (a) en un discurso, el analítico. El silencio puede ser escrito en un sitio: en el (a), como un semblant de desecho. Uno puede escribir un desecho. Y precisamente en esto el analista «deja de golpearse en el muro del lenguaje«. En el discurso del analista, él acepta ser rechazado de ese lenguaje, ser su desperdicio. El silencio está así fuera de todo, de toda proposición del mundo, es un no-todo.
Por eso cuando decíamos antes que con Wittgentesin lo pensado puede ser «expresado» o puede ser «dicho» y, en contraposición, lo que no puede ser expresado o lo «inexpresable«, puede en cambio ser «mostrado», lo «místico» (que abarca a lo ético, estético y lo religioso), como lo inexpresable, adquiere su efectivo lugar por fuera del lenguaje, puesto que no tiene soporte lógico alguno. Así, lo místico puede ser solamente «mostrado«. Lo «místico» se muestra en la desaparición de todo lenguaje y mundo lógicamente ordenados. Lo «indecible» —indica Wittgenstein— se «muestra» en lo místico (6.522, 6.44 y ss). Este sentimiento (6.45) o intuición está «más allá» del lenguaje y de su lógica. Este modo de «mostración» se patentiza con el «silencio«; pero ¿cómo? Wittgenstein no lo aclara expresamente en el texto. Sin embargo, deja una pista en la proposición 6.54: «mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a través de ellas —sobre ellas— hay salida fuera de ellas (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella)».
En este orden, para ver correctamente el mundo habría que transformarse primero en un místico. Es quizás una posible lectura. De hecho, Russell después de la muerte de Wittgenstein, confirmaba con sus cartas que su amigo había experimentado ese trance: él mismo se había convertido, al momento de escribir el Tractatus, específicamente luego de 1916, en un «místico».
De cualquier manera es evidente que las cuestiones místicas no admiten tratamiento lógico proposicional. Porque pareciera que las mismas colocan al individuo por fuera del espacio y del tiempo, es decir, más allá de la lógica y de sus condiciones del mundo y lenguaje. Todo lo que se puede hacer ante ella es guardar silencio.
Esta es la principal secuela de lo místico: ayuda a dejar de hablar (o pensar), a salir del circulo de la lógica y de la razón (esto lo confirma Wittgenstein en una carta dirigida a Russell cuando escribía que leer las variedades de la experiencia religiosa de James le ayudaba a liberarse de la «Sorge» —en alemán: inquietud o preocupación). Y este quizás sea uno de los principales legados del Tractatus: lo no escrito en él o, mejor aún, la decisión de no haber escrito sobre ciertas cosas: sobre el silencio. Con gran claridad Wittgenstein en una carta a su editor Ficker manifestaba: «Creo firmemente que usted no sacará demasiado de su lectura. Pues no lo comprenderá; la materia le resultará completamente extraña. En realidad no le es extraña, porque el sentido del libro es ético. (…) Quise escribir, en efecto, que mi obra se compone de dos partes: de la que aquí aparece, y de todo aquello que no he escrito. Y precisamente esta segunda parte es la más importante…».
Frente a esto es oportuno preguntarse si resulta posible que Derrida haya leído a Wittgenstein (en De la gramatología no hay referencia al mismo) y que con ello comparta la visión conforme la cual lo verdaderamente importante es, al fin y al cabo, el silencio, lo que no se expide, aquello que no se despacha de ninguna manera. La respuesta es por demás equivoca y tan probable como cuestionarse que el silencio propuesto por Heidegger no calle efectivamente a la verdad; pues el silencio de éste último está de camino a lo oculto, al origen que huye de la palabra. Así, debe «callar a la verdad» (18). Dice Heidegger al respecto: «Un ‘es’ se da donde se rompe (zerbricht) la palabra. Romper quiere decir aquí: la palabra resonante regresa a lo insonoro, allá desde donde ella es concebida: al son del silencio» (19).
Sin duda tanto Derrida como Heidegger parten desde una perspectiva occidental y occidentalizada en la cual el silencio remite o referencia algo antes que a nada, siendo la nada ya algo vacío. Y posiblemente por eso Heidegger en sus últimos escritos haya hecho los esfuerzos necesarios para comprender y acercarse a la filosofía oriental, específicamente a la zen, del mismo modo que Kojève, o incluso Lacan, hayan mostrado interés por las enseñanzas del budismo en donde el silencio ocupa un lugar (existencial) de vital relevancia.
6. ¿Dos Wittgenstein distintos en el mismo Tractatus?
Es sabido que Wittgenstein cambió totalmente la forma de pensar desde el Tractatus hasta las Investigaciones Filosóficas. Sin embargo, resulta una completa incógnita que dentro del mismo Tractatus haya modificado el esquema lógico de su pensamiento; pues, como señalamos más arriba, no hay registros textuales expresos y explícitos del tal viraje. Debido a ello es posible afirmar que dentro del mismo Tractatus existen dos Wittgenstein: el lógico y el místico. Y que para llegar al último resulte completamente necesario pasar por el primero o, lo que es similar: arrojar la escalera lógica después de haber subido por ella; y a partir de ahí, desde ese lugar, con el silencio mostrado y eventualmente escrito, ver el mundo de diferente manera.
Esta situación fue detectada por Germán García cuando evocaba que «el último Wittgenstein, esto es, el del final del Tractatus y el de las Investigaciones Filosóficas, describe la moral y la religión como experiencias, un estado de trance místico, así como una conmoción estética, que no son estados de lenguaje. Después de decir que de lo que no se puede hablar mejor callar, y que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, así como una serie de aforismos sobre el tema, el último Wittgenstein termina hablando de la mística, situando el psicoanálisis en la estética. ¿De qué manera? Diciendo que modifica la percepción. Por ejemplo, si estoy mirando una puerta y viene alguien que se dedica a la arquitectura y me empieza a decir cosas sobre el estilo de la sala y la combinación de los colores, después de esa explicación, no veo la misma puerta aunque sea la misma. Miro un cuadro de Dalí, pero si alguien contextualiza ese cuadro mediante una serie de hipótesis sobre el color, la pintura y el espacio, en un segundo momento, voy a verlo de otra manera. Wittgenstein dice que la experiencia analítica es una experiencia estética porque el sujeto analizado no es otro, pero ya no ve las cosas de la misma manera» (20).
Así las cosas, el Tractatus desemboca, literalmente, en un silencio sobre la verdad. Deja lo importante del lado de lo místico —si es posible situar a lo místico en algún parámetro temporal, acaso dislocado o tiempo radicalmente disyunto del histórico. Cierta parte de la enseñanza de Lacan, por su parte, trata de mostrar aquel resto que cae tras conjugar lo verdadero y lo falso; intenta mostrar aquello que queda por fuera del decir; procura, en suma, escribir el silencio en algún sitio. Y esta tarea se pondrá en práctica durante la experiencia analítica y será una apuesta que en el curso de la misma cada uno, con sus reglas singulares, intentará construir para luego asumir una posición particular y pragmática con la vida; posición en la cual ya no verá las cosas de la misma manera.
(*) El presente texto continúa y actualiza la intervención realizada en la clase del 14 de septiembre de 2019, en el marco del seminario «El Otro del desengaño», dictado por Enrique Acuña en la ciudad de Buenos Aires. (Pueden leerse los comentarios de las clases en: https://seminarioenriqueacuna.wordpress.com).
Notas:
1. Jacques-Alain Miller, Donc, La lógica de la cura, curso celebrado entre 1993-1994, ed. Paidós, específicamente véanse los capítulos II, IV y XIX.
2. Jacques-Alain Miller, «Lo verdadero, lo falso y el resto», discurso pronunciado en ocasión de la clausura de las XI Jornadas del Campo Freudiano en España, Málaga, 30 de enero de 1994, transcripción de Juan Enrique Cardona, publicado en revista Uno por Uno, n° 39.
3. El primer Wittgenstein que escribió el Tractatus Logico-Philosophicus difiere en sus argumentos —por decirlo de modo cronológico— del segundo, el de las Investigaciones Filosóficas. Por solo citar un ejemplo del cambio de posición decía en las Investigaciones que: «lo correcto y lo falso es lo que los hombres dicen; y los hombres concuerdan en el lenguaje. Esta no es una concordancia de opiniones, sino de la forma de vida» ( aut. cit., Investigaciones Filosóficas, ed.: Trotta, pár. 241). Por este motivo utilizamos y nos basamos solo en el contenido del Tractatus, de acuerdo con el texto de la editorial Alianza, del 2010, junto con la versión e introducción de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera.
4. Para evitar errores interpretativos o confusiones lógicas tomamos en este trabajo a los enunciados descriptivos como equivalentes a los constatativos. Esto justamente para diferenciarlos de las significaciones específicas llevadas a cabo por Austin sobre los enunciados realizativos, fácticos, descriptivos y constatativos. Este autor, por ejemplo, considera en relación al constatativo, en el caso común del corredor, que es el hecho de que alguien esté corriendo lo que hace que el enunciado de que está corriendo sea verdadero; o si no, que la verdad de le expresión constatativa él está corriendo depende de que esté corriendo (John L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras, ed. Paidós, p. 88).
5. Jacques Lacan, Seminario 17: El envés del Psicoanálisis, cap. «Verdad, hermana de goce», clase 6 del 21 de enero de 1970.
6. En una carta dirigida al filósofo y matemático Bertrand Russell.
7. Jacques Lacan, Seminario 17: El envés del Psicoanálisis, ob cit.
8. Ludwig Wittgenstein, Conferencia sobre ética, Paidós, Barcelona, 1989, p. 43.
9. Oscar Masotta, Sexo y traición en Roberto Arlt, «Silencio y comunidad», Centro editor de América Latina, p. 22.
10. Louis Althusser, Freud y Lacan, Anagrama, 1966, p. 28.
11. Sigmund Freud, Obras completas, vol. XIII, «Más allá del principio del placer», Buenos Aires, Hyspamerica, pp. 2507-2541. En la edición de Amorrortu, se consigna, por el contrario y en lo que importa, que: «…las pulsiones de muerte parecen realizar su trabajo de forma inadvertida…».
12. Jacques Lacan, conferencia en la Universidad de Columbia, Estados Unidos, pronunciada el 1° de diciembre de 1975.
13. Enrique Acuña, Resonancia y silencio, Universidad de la Plata, 2009, p. 12. Enrique Acuña sostiene en ese párrafo que el deseo inconsciente empuja al individuo a querer decir, dejando un resto que hace vibrar aquel vacío donde surgirá al final una frontera, diferente para cada uno. Este «vacío» mencionado bien puede corresponderse entonces con el otro silencio, distinto del pulsional, que en la experiencia analítica puede ser escrito, llenado o bien encontrado en su plenitud. En ese sentido, es oportuno recordar que en Vacío y Plenitud, François Cheng, hace referencia al «silencio» en tan solo tres oportunidades (una vez de manera explícita y dos veces en forma de cita), cuando, al contrario, la palabra «vacío» es referenciada, de modo expreso, en aproximadamente doscientas ochenta. Y que tales referencias al «silencio» son consignadas como equivalentes del «vacío» (cfr. aut. cit, ob. cit, ed. Siruela, 2008, traducción del francés a cargo de Amelia Hernández y Juan Luis Delmont).
14. Françoise Fonteneau, Ética del Silencio, Wittgenstein y Lacan, Atuel.
15. La ópera habla de un rey de un reino mítico que vive distante de su reino, su único contacto con el reino es escuchando conversaciones. Una troupe teatral itinerante llega para representar La tempestad. El rey oye esta acción, y empieza a imaginarse a sí mismo como el Próspero de la obra. Mientras escucha las audiciones y los ensayos, empieza a relacionar estas representaciones con lo que ocurre en su reino, confundiendo ambos mundos. Sin embargo, con el tiempo el rey pasa por un colapso psicológico. Al final, la producción ensayada de La tempestad nunca se celebra y la troupe teatral se marcha. El rey tiene una visión del futuro y se encamina hacia su propia muerte (cfr. «Un rey escucha», Wikipedia, La enciclopedia libre, consulta realizada el 16/09/2019).
16. Jacques Lacan, Seminario 11, clase del 22 de enero de 1964. Hay otras menciones a Munch en la clase 20 del Seminario.
17. Lacan citado por Fontenau, op. cit., p. 147.
18. Byung – Chul Han, Ausencia, Caja Negra, 2019, p. 114.
19. Martín Heidegger, De camino al habla, Serbal, Barcelona, 1987, p. 194.
20. Germán García, La Actualidad del Trauma, Grama, 2005, p. 66.