Analyticas del Sur. Revista de psicoanlisis en la crtica cultural

Edición Nº 1 • Julio de 2014 •

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Rayuela, un acontecimiento permanente

Graciela Maturo

-Escritora, doctora en Letras, profesora universitaria, ha sido Investigadora Principal del CONICET, fundadora de Centros y Grupos de Estudio. El último de ellos es el Centro de Estudios Poéticos Alétheia, que puso en marcha hace cinco años con el poeta Alejandro Drewes. Sus publicaciones abarcan la poesía, la investigación literaria y el ensayo. Últimos títulos: La poesía, un pensamiento auroral, Alción, Córdoba; Cortázar; razón y revelación. Biblos, Buenos Aires; Palabra y símbolo, Pronombre, Mar del Plata.-

Eugenia Calvo
Entusiasmo y generosidad
Fotografía digital, toma directa
63 x 83 cm
2007
Intervenciones con cúmulos de tierra, piedras y arena sobre imágenes de catálogos de decoración de interiores.

Nadie podrá negar que la novela emblemática de Cortázar: Rayuela, publicada en el 63, fue un acontecimiento de la época. Lo que sostengo es que, leída a más de cincuenta años de su publicación, sigue siendo un acontecimiento de nuestra vida y de nuestra cultura. Es más, mucho de lo anunciado en esa novela-poema-ensayo-carta de alerta a sus compatriotas ya es historia, y el anuncio no deja de tener actualidad. Quiero decir que los tiempos han trabajado a su favor.

Hace unas décadas empecé a notar, en algunos congresos de letras, que circulaba la intención de minimizar a Cortázar. Se insinuó que sus novelas habían perdido actualidad, y que habría que considerarlo como un cuentista excelente; era la mejor manera de congelarlo en la literatura, una de esas “turas” que denunció. Otros criticaban su acercamiento a la política, acusándolo de falta de compromiso, o flojedad en sus convicciones. No faltó alguien que, en un libro olvidable, lo llamó despectivamente “el belga”, negando su argentinismo y americanismo.

Eugenia Calvo

No voy a detenerme en esas críticas, solo digo que han existido y existen. Quiero hablar de Rayuela a partir de algunos puntos concretos que pueden dar lugar a una exploración profunda, – como la intentada por mi parte en el libro Julio Cortázar y el hombre nuevo, ahora reeditado como Cortázar: razón y revelación. No son los únicos temas ni enfoques pero me parecen centrales, y proporcionan caminos de entrada en el universo de una obra compleja.

He elegido cinco de esos enfoques, y son: el juego, la razón poética, la búsqueda del Cielo, el alerta por la nivelación-mecanización planetaria, el anuncio del hombre nuevo.

1. El sentido metafísico y espiritual del juego

El juego es el trasfondo del arte en la concepción de Cortázar, a quien he llamado tempranamente superrealista sin querer adscribirlo a la capilla de André Breton. El filósofo Huizinga había llegado a considerar al juego como base de toda la cultura humana, y en efecto el juego es inherente al hombre, es su actividad no utilitaria, la más libre, aquella en que ejercita sus potencialidades y despliega su ser más profundo.

Juegos, infinidad de modalidades del juego, inundan la creación de Julio Cortázar: juegos infantiles, juegos de azar, juegos de riesgo. Juegos de lenguaje, palíndromos, acrósticos; juegos visuales; juegos por inversión o sustitución de letras; juegos de alternancia de líneas en el discurso escrito: juegos fonéticos, semánticos, literarios. Juegos de personajes dobles, que bucean en la naturaleza humana. Juegos de máscaras, que ponen sobre el tapete el tema de la identidad personal.

El juego produce un goce en el niño, y ese goce se prolonga en el adulto, especialmente en el artista. La literatura misma es vista como juego. Sin embargo, Cortázar no rinde culto a la literatura, ni se satisface con el arte por sí mismo.

Demostrar este espíritu de juego en la obra de Cortázar nos llevaría mucho tiempo, pero ciñéndonos a Rayuela lo vemos claramente. Desde el título, que remite al juego de la rayuela, juego heredado de España que proviene -como muchos juegos infantiles- de antiguas raíces de Oriente.

Cortázar, como otros artistas modernos, por ejemplo Hoffmansthal, Hesse o Daumal, retoma la conciencia teológica y metafísica del juego, que conduce a redescubrir antiguas iniciaciones espirituales. Antes de Rayuela produjo su libro Historias de cronopios y de famas, donde clasifica a los hombres según su manera de sentir, o no, la búsqueda del centro, y esto no es un divertimiento.

El cronopio, que practica los juegos del tiempo y la eternidad, se rige -por así decirlo- por las hojas del alcaucil, un mandala circular para llegar al centro, y no por el mero tiempo cronológico. Cortázar tiene plena conciencia de la insularidad del artista, cronopio irremediable, aunque otorga significación especial a los grupos, los conjuntos. En Rayuela aparecen los egrégores, y algunos estudiosos de Cortázar, en cierto momento, sentíamos que conformábamos un egrégores, es decir un grupo con conexiones espirituales.

Rayuela se plantea como un juego que es transitar por el laberinto del mundo en busca del Cielo, entiéndase éste como un “lugar” o como un “estado de espíritu”, un satori. Saltar de casilla en casilla, afrontar dificultades o errores, volver a empezar, es lo propio del juego infantil evocado o simbolizado. Podrán intentarse diversas interpretaciones de ese Cielo, como reunificación interior de las partes separadas del yo, a la manera junguiana, o como recepción de un don, un estado, una felicidad, por el hombre o por los hombres.

No se podrá negar la condición espiritual de este juego, ligado en su origen a ritos iniciáticos. Esto se comprueba y amplía en el libro, que se va planteando a sí mismo como mandala, es decir como una imagen destinada a la contemplación, nueva vía convergente con la anterior. “Dibujar mi mandala es recorrerlo”, dice Cortázar, dando pistas al más desprevenido lector sobre su intención de jugar un juego o invitar a un ejercicio de índole salvífica, relacionado con la salvación del alma, próximo a las tradiciones aunque sin ceñirse rigurosamente a ellas. La literatura misma -a la cual destruye y vuelve a crear- es juego, es una vía de salvación personal abierta a los lectores, al “remoto lector”.

Para Cortázar el juego poético -con amplitud, literario- es acto de entrega y riesgo, compromete la vida, es un ejercicio de la palabra en busca de lo absoluto. Escribir es andar por la cornisa, o recorrer un tablón entre dos ventanas; tentar el azar, lo ignorado; provocar acaso a un desconocido interlocutor, el que dispone los hilos de la trama. Es rozar el misterio, alcanzar el Cielo de la rayuela que estamos obligados a recorrer, como sus personajes Horacio Oliveira, sus dobles Traveler y Gregorovius, y en otra escala, el escritor Morelli.

2. La Razón Poética

Cortázar es el principal exponente, en la Argentina y acaso en Hispanoamérica, de lo que se ha dado en llamar, en el ámbito de la filosofía, Razón Poética. La expresión viene de Nietzsche y ha quedado acuñada en el pensamiento de María Zambrano (Jesús Moreno Sanz me ha asegurado que Cortázar visitó a la pensadora española en su refugio de Suiza).

El reconocimiento de un pensamiento propio del poeta ha acompañado al reconocimiento de la poesía como discurso que se relaciona con la verdad. Cortázar ha anunciado la índole espiritual del hombre, señalando continuamente su potencial no desarrollado, las vías de conocimiento no-racionales, la irrupción de la eternidad en la dimensión cotidiana del tiempo. En Rayuela despliega una conciencia de sí y de su propio quehacer, una antropología, una teoría del conocimiento, y la apuesta a una etapa nueva en la historia de la humanidad. Sin alcanzar el nivel profético al modo de Marechal o Juan Larrea, se halla situado en el camino de la poesía videncial señalada por Rimbaud, a quien reconoció tempranamente como su maestro.

De manera acorde, los maestros que Julio recordaba del secundario eran Arturo Marasso, instructor en mitos y orfismo y Vicente Fatone, fundador de los estudios religiosos en la Argentina. Evidentemente, esto dejó una marca en el joven Cortázar cuya obra merodeó siempre la tradición poético-metafísica del humanismo. Formó parte de aquella famosa generación del 40, que trae grupalmente a la literatura argentina una posición metafísica ya abonada por poetas como Lugones, Banchs, Marechal, Borges y Molinari; los cuarentistas eran sus discípulos, pero lo eran también de los metafísicos ingleses, de los románticos, de Rilke. Daniel Devoto, que también murió en Francia, editó los primeros libros de su amigo Julio Cortázar.

Por cierto, Cortázar se volcaría a nuevos lenguajes, se aproximaría al surrealismo pero distante de la obstinada negación metafísica de Breton y próximo al surrealismo iniciático de René Daumal. Pero Cortázar se halla más cerca de Keats que de Breton, como lo muestra su libro dedicado al poeta inglés, que lo acompañó de por vida y fue publicado en forma póstuma.

No es extraño que nuestro autor se haya interesado en escuelas místicas, esotéricas, ocultistas, como las de Gurdjeff o el budismo zen. Sus enemigos filosóficos eran la lógica aristotélica, el racionalismo y el positivismo que sostienen la suficiencia del burgués, la conformidad de algunos artistas más famas que cronopios, y también la cartilla de presuntos revolucionarios, negados a la Super-realidad.

Podrá decirse que he exagerado en mis trabajos al atribuir a Cortázar un temple religioso, pero lo hago en una amplia acepción, atribuyendo ese carácter a todo aquel que coloca el sentido más allá del hombre. El hombre no es el único productor de significaciones, desde el momento en que descubre que una piedra, un animal o una planta emiten significados, se conectan con una esfera de sentido que a la vez aterra y fascina; así define Rudolph Otto el sentimiento de lo sagrado.

En una obra poco conocida de Cortázar: Prosa del observatorio, el punto de partida es la noticia leída en los diarios sobre la llegada periódica de las anguilas que viene a rubricar la periodicidad de las mareas registrada por el sultán del palacio indio que visita y captura en su cámara fotográfica. Esos acontecimientos apuntan a un orden secreto de la naturaleza a la que llama Cortázar la “red cifrada”, el “alfabeto sideral”, trasfondo que aparece permanentemente en Rayuela, mostrando una suerte de Super-realismo que comporta un consiguiente deslizamiento hacia el Super-racionalismo: una razón ampliada, una razón poética.

3. La búsqueda del Cielo

La unidad del Todo es una intuición metafísica profunda que asoma en Rayuela, como en los libros anteriores. La obra misma es una búsqueda, dando lugar a una teoría de la novela como mandala y espacio espiritual. Percibe la unidad del mundo, y también su fragmentación. La unidad de que hablo se halla desde luego distante del universo laplaciano o de la metafísica clásica; es la unidad de un universo móvil, que parece caótico pero nos conmueve con el roce de un orden secreto y escondido: orden que preside la música, y la hace por ello más próxima al número inaccesible de la realidad; orden que el artista tiende a imitar sin que ello suponga egoísmo ni insensibilidad a los procesos históricos. Ese orden secreto prescribe los encuentros de Oliveira y la Maga, a despecho de la causalidad cotidiana. Son los intersticios, los instantes privilegiados de vivencia y comprensión, incentivos para la reflexión iluminadora.

Cortázar ve en el universo la presencia de un orden musical, un ritmo cósmico que se manifiesta en los astros, los estratos geológicos, la geología, los reinos vegetal y animal y la constitución psicofísica del hombre. Repite una frase de Arturo Marasso, uno de los maestros que recuerda de su etapa adolescente: “El mundo era tan solo una música viva”.

La analogía es la clave de esta concepción relacionante, que hace del poeta un lector e intérprete del mundo, pero Cortázar no acoge solamente el movimiento hacia la unidad, también hace lugar a su contrario, la distancia y la crítica, en un vaivén de empatía y extraposición, como diría Bajtín. En Rayuela se alternan capítulos de intelectualismo crítico con otros de imposible resolución intelectual, que rozan el absurdo, la locura o la mística.

Los personajes de Rayuela encarnan la búsqueda metafísica, tan ajena a la mirada de algunos críticos que han hablado de Cortázar como cultor del “mito burgués del artista» (Jitrik). No comprenden que el poeta es un merodeador de la “zona”, como le gustó llamarla, a la manera de Tarkovski, ese territorio de nadie, apenas divisado o experimentado en las epifanías. Rayuela es la exposición de la “zona” acompañada de un riguroso trabajo intelectual y crítico.

No se ha dado aún al poeta moderno el lugar que merece como epistemólogo e iniciador de una «ciencia nueva» en el sentido de Vico. El artista es un filósofo de la percepción ampliada, de la visión y la cognición plena. A veces un iniciado y un vidente. No un bordador de lenguajes. Cortázar lo sabe y se subleva contra las palabras, las llama “palabras perras”.

Si Mallarme llegó a afirmar que el mundo existe para el Libro, Cortázar prefería a Rimbaud: así lo dijo en un artículo juvenil firmado como Julio Denis, en la revista Huella, dirigida por José María Castiñeira de Dios. Entendía que la palabra está al servicio de la vida, era el camino hacia su realización, transformación y plenificación, aún a expensas de la forma, de la realización estética. En formulaciones extremas de esta idea llegó a postular que las obras fuesen como los dibujos de tiza en las veredas, prestos a ser borrados por el viento.

Rayuela, con un fondo innegablemente autobiográfico, gira alrededor de la figura del poeta-visionario que es su proyección más íntima, y contiene la imagen del hombre total. En ese sentido es generadora de un doble, contrapartida inexcusable de la conciencia escindida que, en momentos privilegiados, alcanza la unificación plena en el sentido junguiano. Ese doble engendra otros, que pertenecen a uno u otro polo. Su dialogismo engendra la permanente movilidad de su discurso. Dobles son sus lenguajes, sus personajes, sus niveles de realidad y sus marcos de referencia filosófica; doble es también su ubicación histórica, desgarrada entre Europa y América, siendo Europa el lugar en que le tocó nacer y morir, y también el que eligió en la mitad de su vida, y América innegablemente su patria, a la que ofreció su permanente compromiso y su más entrañable sentimiento. Acaso su rol de nexo entre esos polos sea una de las significaciones últimas de la obra de Cortázar.

En Rayuela se ejercita esa continua relación de las realidades cotidianas con una esfera de sentido siempre rozada y ambicionada. El texto descubre secuencias significativas a partir de los sucesos más triviales, constata figuras caleidoscópicas formadas por seres que se encuentran y se desencuentran en misteriosos egrégores; sospecha en la naturaleza la presencia de un mecanismo inexplicable y pavoroso; espía el reino animal, den­so de misterio; experimenta la salida del tiempo-espacio; oye vibraciones no a todos audibles; se sabe y reconoce diferente, sin la soberbia de sentirse único. Como Virginia Woolf, un espíritu afín al suyo, Cortázar prolonga una literatura del instante epifánico en que se manifiesta esa otra realidad que la escritora inglesa llamaba “Realidad”, estudiada de modo ejemplar por Eduardo Azcuy.

Entiende el arte a la manera órfico-pitagórica, como escala de conocimiento y posibilidad de transformación -para el autor, para el lector- y como lenguaje que si bien llama la atención sobre sí, luciendo atributos y dones de encantamiento, se halla lejos de constituir una finalidad en sí mismo: puede ser arrojado y destruido como una herramienta inútil, cuando logra esa configuración constituyente, quizás esa comunicación ambicionada con el remoto lector.

Sabemos hoy, por las cartas publicadas, que ese modo de comunicación lo practicó con unas pocas personas a lo largo de su vida, pero que fue constante. Tengo la fortuna de encontrarme entre esos interlocutores de la “Zona”. Antes de Rayuela se escribía con Fredi Guthmann, un personaje singular, buscador de eternidad como Cortázar, con quien compartió la lectura de Meister Eckhart. Fredi, en determinado momento de su vida, hizo un viaje al Himalaya y rompió con la literatura. Su experiencia fue tan transformante que no necesitó ya de la palabra como puente de apoyo. Según un estudioso que se dice discípulo nuestro, Mario César Ingénito, la figura de Fredi aparecería aludida en Rayuela como el Vichara, seguidor de Sri Ramana Maharshi.

La novela adquiere un carácter experimental, llegando a la propia negación, la negación de la literatura. Sólo el arte grande y verdadero, el arte movilizador del espíritu es capaz de esta desencarnación, que nos remonta a la reflexión plotiniana: la belleza es algo más que simetría y proporción de los elementos de una obra; es sobre todo su impulso transformador.

Cortázar vivió en permanente acecho de la revelación, atento a las ciencias y simultáneamente al sueño y al mito. Su objetivo era alcanzar el satori, la «conciencia cósmica». Es uno de esos pensadores de la aurora a los que María Zambrano llamó futuros; un indagador del hiperespacio, territorio metafísico al que nombramos metafóricamente como “cielo”. Tal el sentido último de la aventura mítica, narrada en mil formas por la humanidad, el cruce del umbral, objetivación de un pasaje: el acceso al cielo de la rayuela.

Cambiar el mundo es un imperativo ético que en determinado momento irrumpe con fuerza en la vida de Julio Cortázar, pero su obra nos muestra claramente que, previo y consustancial a ese impulso, es el de cambiar la vida como lo quería Rimbaud. (En tal dirección se expande el libro de Eduardo Azcuy El ocultismo y la creación poética, que acaba de ser reeditado). Cambiar la vida es alterar la conciencia habitual, ampliar el conocimiento, luchar contra la hidra: así lo hace el personaje de su autobiografía en clave humorística: Un tal Lucas.

Cortázar puede ser considerado un “místico en estado salvaje para usar la expresión que Paul Claudel aplicara a Arthur Rimbaud. No eligió los caminos trillados, sino la travesía, el camino que se hace libremente atravesando el campo. Juntamente con su compromiso histórico, el de una América Latina en rebelión ante los imperialismos de distinto signo, defendió hasta su último día la libertad creadora. En ese compromiso debió afrontar dificultades por su defensa de casos particulares como el caso Padilla, y su fidelidad a una razón ampliada. Puede leerse como ejemplo de esa lucha despareja su breve cuento “Último Round”, del libro homónimo.

4. El anuncio de la tecnificación y la globalización

Cortázar, con su fina inteligencia y su sensibilidad profunda, advierte en Rayuela el abismo que ya estaba separando a los países nordatlánticos de su patria, de los pueblos latinoamericanos. Advertía los comienzos de la hipermodernidad representada por la Revolución Técnica, a la que Heidegger atribuye el rol de un nuevo eón metafísico. Y percibe los anticipos de la globalización tecno-económica, que iba a instaurar un tramo oscuro de la humanidad, con el relegamiento y el olvido de las tradiciones espirituales. Por eso divide su libro en dos partes: el lado de acá y el lado de allá. Y se pregunta, ¿por cuál hemos de regirnos: por la técnica o por las mancias?

En ese tiempo comenzaba la nueva ordenación del mundo, todavía en ciernes, que fue posible definitivamente por y a través de la innovación técnica. Y comenzaban también las revoluciones juveniles, los Beatles con su letanía de fin de mundo, los hippies, la revuelta de los hijos de familias ricas, que arrojaban sus vestimentas y preferían la túnica campesina o el pantalón raído del obrero. Sabemos que la maquinaria capitalista relanzó esas elecciones como modas, y les dio un tratamiento inclusivo. Esas revueltas juveniles tuvieron su culminación en el Mayo del 68, cuando Cortázar soñó que se realizaba su utopía poética: la imaginación al poder. Pero ese momento, como otros, no pasó de ser un estallido, un fuego fatuo en el cielo ensombrecido de la llamada pos-modernidad, que tuvo en verdad mucho más de hipermodernidad capitalista luego de la caída del muro de Berlín. Cortázar no alcanzó a verlo plenamente pero presintió el derrumbe de los socialismos antrópicos, y la acentuación de una atmósfera falsamente libertaria, en que los hombres serían atados al consumismo y a la pérdida de ideales.

Esa etapa se ha cumplido en este medio siglo transcurrido desde Rayuela, y por eso decía que la historia ha trabajado a su favor, desplegando sus anuncios y mostrando los contenidos éticos de la obra cortazariana.

5. Un hombre nuevo, una nueva humanidad

Más allá del nivel subjetivo, autobiográfico, reconocible en Rayuela, se desprende del libro una propuesta antropológica. El artista es para Julio Cortázar el prototipo del hombre nuevo que los tiempos actuales deberán alumbrar, superando los estertores del mundo viejo, los gestos anquilosados de la rutina, y la violencia de una humanidad amnésica y suicida.

La publicación de las comunicaciones con Fredi, con otros corresponsales y conmigo misma -por tal motivo incluí las cartas en la edición reciente- puso en evidencia la búsqueda metafísica y antropológica que guía el pensamiento y la vida de Cortázar. Se expone netamente una búsqueda del sí mismo, que trae consigo la emergencia de una conciencia ética, la revisión del individualismo personal, el paso del yo al nosotros, pero también la secreta espera de un hombre que es nuevo por haberse transformado él mismo antes de pretender la transformación de la sociedad.

El hombre nuevo, que tiene un sesgo cristiano en el primer libro de Cortázar, Presencia, empieza a relacionarse con el hinduismo y el budismo zen tanto en Rayuela como en su prolongación, 62/ Modelo para armar -que parte de la casilla 62 de Rayuela. El escritor se vuelve contra los dogmáticos, los cátaros, los dueños de la verdad y la pureza. Se sumerge en la mística, que es la fuente del cristianismo -aunque olvidada por los cristianos- recobrada en otras fuentes por esos ministros de lo sagrado que son los poetas. No veo esta derivación, que también se dio en Marechal, como negación del cristianismo sino como una ampliación y apertura propiamente cristiana a otras religiones, en la etapa auténticamente universal que empieza a desplegarse, ya que la globalización es solo técnica y economicista. Pero esto sería para desarrollarlo en otra ocasión.

Cortázar empieza a hablar de shaktis y de paredros, y la figura del paredro que viene desde Los Premios se hace central en el Libro de Manuel. Paredro es palabra griega, usada por los gnósticos, que alude a una entidad sagrada, brahmánica y a la vez próxima: un amigo, un camarada más. La mujer es también una shakti, una mediadora. Mientras Brahma está más allá de toda concepción, la mente religiosa busca mediadores, y ello es común al cristianismo; es precisamente la variante que éste establece con el tronco mosaico.

La obra de Cortázar defiende y aconseja una percepción ampliada y un cambio de conciencia que permita al hombre la iniciación de una nueva etapa, sin descartar en ella, audazmente, una mutación biológica. A esa etapa apuntaban expresiones tomadas del surrealismo que han sido mal repetidas y aprovechadas en otras direcciones como L’archibras -que designa un brazo suplementario- o de la tradición esotérica, como tercer ojo, que es el ojo del cíclope capaz de la videncia: clara alusión al artista -vidente que protagonizó y proclamó, siguiendo a Rimbaud. Son los dones de un hombre nuevo que no es el sujeto socialista -sin querer ignorar su compromiso político, debe distinguirse el cambio social del cambio espiritual- sino un hombre en posesión de sus potencialidades, integrado en un Universo inteligente.

Luego de su paso por el laberinto de la Historia, el sujeto de la Modernidad -que para Heidegger ha culminado en el marxismo- ha de ser sustituido por el hombre a las puertas del Reino, que busca la salvación. La propia palabra salvación pertenece a las escuelas espirituales, de lo contrario no tiene significación alguna.

Creo que es preciso leer a Cortázar sin prejuicios, y en clave espiritual, simbólica, para recoger plenamente su mensaje.

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Analytica del Sur Número 1. Aparición en web: julio 2014.

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