Analyticas del Sur. Revista de psicoanlisis en la crtica cultural

Edición Nº 13 • Diciembre de 2023 •

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Musealidades contemporáneas.
El caso del Museo del barro en Paraguay

Ticio Escobar

N. Asunción, Paraguay, 1947. Curador, profesor, crítico de arte y promotor cultural. Se desempeñó como presidente de la Asociación Internacional de Críticos de Arte-Paraguay, presidente-Fundador de la Asociación de Apoyo a las Comunidades Indígenas del Paraguay, Director de Cultura de Asunción y Ministro de Cultura de Paraguay. Es autor de la Ley Nacional de Cultura de Paraguay. Tiene escrita una docena de libros individuales sobre teoría del arte y la cultura. Ha recibido condecoraciones de diversos países y doctorados Honoris Causa concedidos por universidades argentinas. Es actual Director del Centro de Artes Visuales/ Museo del Barro.

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La disyunción contemporánea

El museo actual se ubica en una encrucijada compleja. Por una parte, debe asegurar sus fuentes de financiación, proyectarse sobre grandes mayorías y promover el alcance público de sus muestras y acervos. Por otro, debe evitar los condicionamientos del tecno-mercado y las trampas de la sociedad del espectáculo; es decir, debe conservar su papel crítico y promover la calidad de sus acervos en la crispada escena global. La disyuntiva entre lo rentable y lo artístico no es nueva. Enfrentada a ella, el museo moderno había renovado la sensibilidad estética pero conservado el modelo de institución total y de paradigma de lo artístico. Había dado lugar a formas alternativas de estética, pero considerándolas desde la perspectiva del gran arte, sin atender las diferencias que traman lo diverso.

Ante el modelo moderno de museo, el contemporáneo asume modalidades más flexibles y contingentes; más dependientes de situaciones concretas. Los conflictos entre los intereses del arte y los del mercado, así como los vínculos difíciles entre las formas centrales y periféricas, nunca se resuelven de manera definitiva: unos y otros exigen soluciones parciales, específicas, adecuadas a las particularidades de la situación y la dinámica de los públicos. Este nuevo enfoque tiene que ver con el cuestionamiento de la idea única y total de museo y la aparición de modelos alternativos, que no pretenden ya expresar la unidad de la Nación, ni abarcar holísticamente todo el arte producido en un país o una región, sino trabajar líneas acotadas que cruzan ámbitos diversos y se rehúsan a constituir colecciones completas de periodos o territorios. El enfoque de diversidad, propiamente contemporáneo, reconoce la coexistencia de modelos distintos de arte y cultura, asume la asincronía, y aun el anacronismo, de tiempos superpuestos o divergentes y trabaja experiencias paralelas de temporalidad y sensibilidad y, aun, asigna funciones diversas al arte.

Estas notas convergen en diferentes modelos de museo, no clausurados en la autonomía del arte ni centrados en funciones fijas, sino abiertos a actividades y hechos extra-artísticos: a lo que sucede más allá del círculo de la pura estética. Estos museos asumen el desafío contemporáneo de abrir sus espacios, enclaustrados por la modernidad, a fenómenos que trascienden el campo de la pura forma estética.

 

 

Los otros museos

En el ámbito de los recién citados museos, las funciones económicas (como las sociales, políticas etc.) pueden convivir con naturalidad con expresiones estéticas que buscan, a través de la belleza o, por lo menos, mediante la sensibilidad, reforzar esas funciones. Las formas del arte popular e indígena tienen especial facilidad para abrirse a usos, empleos, conceptos y utilidades proscriptos por el ideal moderno de pureza formal. Por eso, apoyadas en esas formas y liberadas del compromiso de expresar conjuntos totales y síntesis nacionales, ciertas nuevas modalidades museales que irrumpen en la escena latinoamericana tienen mayores ocasiones de asumir formatos sueltos y dinámicos. Y adquieren, así, ordenamientos centrados en objetivos específicos: memorias de culturas o subculturas particulares, periodos históricos acotados, determinadas narrativas curatoriales, proyectos concretos de desarrollo comunitario o social, etc.

 

 

Un caso: el Museo del Barro

Ubicado en el Paraguay, el Museo del Barro confronta y pone en interacción no sólo formaciones de culturas diversas (indígenas, rurales, suburbanas, eruditas), sino objetivos extraños al círculo estricto del arte. De este modo, aparte de promover diversas pragmáticas de arte contemporáneo de origen ilustrado, el museo impulsa la estética de los pueblos indígenas y campesinos, así como los derechos a la autodeterminación de dichos sujetos, generalmente expresados mediante esa estética y desconocidos por la sociedad nacional.

Apoyado en estos criterios, el museo trabaja un centro de archivo y documentación, orientado a contextualizar las obras, organiza cursos teóricos y seminarios, se cruza con políticas públicas orientadas a la promoción cultural de grupos vulnerables, desarrolla programas de apoyo técnico a comunidades diversas y facilita el acceso de diversos sectores a los circuitos establecidos del arte (bienales , ferias y exposiciones internacionales, mercados locales o regionales, galerías, publicaciones, etc.). Estos quehaceres no ocurren en detrimento de los principales objetivos de todo museo (colección, preservación, exhibición y difusión), que se fortalecen en este caso con las mediaciones establecidas con las comunidades de usuarios. Esta sinergia facilita, a su vez, la sustentabilidad de los programas museales: cuanto mayor vínculo social se genere, mayores posibilidades de fortaleza institucional adquieren estos proyectos.

Las notas recién citadas impulsan al museo a apostar más a las razones de la esfera pública que a la lógica actual del espectáculo museal. Por eso, tanto como otros museos latinoamericanos, el que analizamos se ve impulsado a asegurar desde el ámbito privado una red de vínculos con el Estado, con entidades empresariales y agencias internacionales, que facilitan intercambios y subvenciones y posibilitan una cierta autonomía en relación con criterios puramente mercadológicos y finalidades que apuntan a la productividad económica y mediática y al mero cumplimiento de los índices estadísticos de audiencias mayores.

 

 

Los conceptos del museo [1]

El Museo del Barro busca trabajar en pie de igualdad obras de arte erudito y popular, que incluye lo indígena, en cuanto alternativo. Este planteamiento exige no sólo activar dispositivos de interacción entre tales obras, sino subrayar el estatuto artístico de todas ellas; es decir, se opone a la política que reserva el museo de arte a las producciones eruditas mientras relega las populares a los museos de arqueología, etnografía o historia, cuando no de ciencias naturales. Para trabajar en esta dirección, la curaduría museal debe manejar un concepto de de lo artístico que, sin perder la especificidad de lo formal y lo expresivo, discuta el elitismo etnocentrista de la modernidad. Se propone, de este modo, un modelo inclusivo de arte, desarrollado paralelamente al programa moderno, aunque estrechamente vinculado con él. Argumentar en pro de la paridad entre sistemas diferentes de arte requiere una conceptualización de lo artístico popular.

El arte popular, como cualquier otra forma de arte, recurre al poder de la apariencia sensible, la belleza, para movilizar el sentido colectivo, trabajar en conjunto la memoria, intensificar la experiencia de la realidad y anticipar porvenires. Pero, cuando se trata de otorgar el título de arte a estas operaciones (plenamente artísticas, por cierto), la Estética interpone enseguida una objeción: en ellas, la forma no puede ser seccionada limpiamente de un complejo sistema simbólico que parece fundir diversos momentos diferenciados por el pensamiento moderno, como el del arte, la religión, la política, el derecho o la ciencia.

 

 

Esta confusión infringe el principio de la autonomía del arte, figura central de la modernidad, erigida abusivamente en paradigma de todo modelo de arte. La autonomía formal se funda en dos premisas claras: la separación entre forma y función y el predominio de la primera sobre la segunda. Apoyada en Kant, la Estética dictamina que sólo son artísticos los fenómenos en los cuales la bella forma desplaza todo empleo que contamine su pureza con el interés de una utilidad cualquiera (los oficios del rito, las aplicaciones domésticas, los destinos políticos o económicos, etc.). La autonomía formal encabeza la lista de otros requisitos demandados por el sistema moderno del arte para aceptar la artisticidad de una obra: la genialidad individual, la innovación, la originalidad y la unicidad: la obra debe ser creada ex-nihilo, a partir de una inspiración privilegiada, y debe provenir de un acto exclusivo y personal, irrepetible. Y, también, ha de significar una ruptura de la tradición en la cual se inscribe.

Resulta claro que las características recién mencionadas sólo corresponden a notas propias de la modernidad; un momento específico de la historia del arte desarrollado, en sentido muy amplio, entre los siglos XVI y XX. Por lo tanto, tales notas no resultan aplicables a muchos modelos del arte, como el popular, cuyas formas no son autónomas (aunque la belleza remarque funciones extra artísticas), ni son fruto de una creación individual (aunque cada artista reinterprete a su modo los códigos colectivos), ni se producen a través de innovaciones transgresoras (a pesar de que su desarrollo suponga una constante movilización del imaginario social), ni se manifiestan en obras irrepetibles (aun cuando cada forma específica conquiste su propia capacidad expresiva). Es obvio que esta desobediencia de las notas del arte moderno no es exclusiva de las culturas populares: toda la historia del arte anterior a la modernidad carece de algunos de los requisitos que ésta erige como canon universal.

 

 

Convertir el modelo del arte moderno occidental en paradigma universal del arte produce una paradoja en la teoría estética, que sostiene que toda cultura humana es capaz de alcanzar su cúspide en la creación artística. En este sentido, el arte se define no desde la autonomía de sus formas, sino como producto de una tensión entre la forma (la apariencia sensible, la belleza) y el contenido (los significados sociales, las verdades en juego, los indicios oscuros de lo real). De atenernos a esta definición, el arte es patrimonio de todas las colectividades (incluidas, obviamente, las populares) capaces de crear imágenes intensas mediante las cuales interpretan su memoria, su proyecto y su deseo. Desconocer este principio supone instalar una discriminación autoritaria entre los dominios superiores del gran arte (autónomo, soberano) y el prosaico mundo de las artes menores, poblado por artesanías, hechos de folclore o productos de “cultura material”.

El uso del término “arte popular” no sólo permite ensanchar el panorama de las artes contemporáneas, acosado por una visión demasiado estrecha de lo artístico, sino alegar en pro de la diferencia cultural: reconocer modelos de arte alternativos a los del occidental y refutar el prejuicio etnocéntrico de que existen formas culturales superiores e inferiores, merecedoras o indignas de ser consideradas expresiones excepcionales. Esta argumentación se basa en dos alegatos.

El primero invoca el concepto tradicional de arte basado no en la autonomía absoluta de la forma, sino en la tensión entre ésta y los contenidos sociales o existenciales (verdades, usos, valores poéticos, oscuros significados). Hombres y mujeres de diversas comunidades rurales y pueblos indígenas apelan a la belleza no como un valor en sí, sino como un refuerzo de diversas funciones ajenas al círculo estricto regido por la forma. En esta operación, el goce estético constituye una experiencia intensa, pero no autosuficiente: marca una inflexión en el curso de un proceso más amplio dirigido a activar complejos significados sociales, a rastrear los indicios de certezas inalcanzables.

 

 

Pero la falta de autonomía estética no significa ausencia de lo estético. Enredada en la textura del cuerpo social, la fuerza de la belleza impulsa el cumplimiento de funciones económicas, políticas, sociales y religiosas. Los colores más intensos, los diseños más exactos y las más sugerentes tramas e inquietantes combinaciones operan más allá de la lógica de la armonía y la sensibilidad: recalcan aspectos fundamentales del quehacer social despertando las energías furtivas de las cosas, realzando sus apariencias: volviéndolas excepcionales.

El segundo alegato en pro del término “arte popular” apela a razones políticas. Ya fue sostenido que el reconocimiento de un arte diferente ayuda a discutir el pensamiento etnocéntrico según el cual sólo las formas dominantes pueden alcanzar ciertas privilegiadas cimas del espíritu. Pero este reconocimiento también apoya la reivindicación de la diversidad: los derechos culturales. La autodeterminación de las culturas alternativas requiere la tolerancia de sus particulares sistemas de sensibilidad, imaginación y creatividad (sistemas artísticos), desde los cuales ellas refuerzan la autoestima comunitaria, cohesionan sus instituciones y renuevan la legitimidad del pacto social.

Indígenas y campesinos visitan a menudo el museo (y colaboran a veces en los montajes, especialmente de los atuendos rituales), pero ellos tienen conciencia de que la exposición de sus propios objetos corresponde a un programa diferente al suyo; las coincidencias se dan más por los motivos políticos recién expuestos que por razones estéticas. Ellos pueden ver con satisfacción sus propias obras exhibidas en otro medio, pero no se identifican con esa operación que es esencialmente extraña a sus sistemas culturales. La mirada que despiertan las piezas dispuestas en vitrinas no es la misma que la suscitada en sus situaciones originales. El museo es, por definición, un dispositivo paradójico, orientado a descontextualizar y recontextualizar los objetos sin olvidar la referencia a los contextos originales. Pero el hecho mismo de que no sean las formas lo que determina el destino de las obras de arte popular (sino la relación de éstas con sus funciones variadas) permite que las articulaciones de este arte estén preparadas para ser desmontadas y rearmadas de acuerdo al requerimiento de usos variables. Por eso, cuando el museo convoca obra popular para subrayar (arbitrariamente) su lado artístico e inscribirla en un proyecto político, los objetos no desfallecen, no sufren un desarraigo radical: se reubican en esos nuevos marcos y muestran otras significaciones, que en sus contextos originales se encontraban latentes. Paradójicamente, así, la falta de autonomía formal termina asegurando un cierto margen de autonomía de presencia a una obra abierta a empleos y sentidos plurales.  Expuesta al juego de miradas distintas que la interpelan de muchas maneras, ella podrá, a su vez, suscitar distintas cuestiones en quienes la observan desde otros lugares.

 

 

Esta posibilidad resulta especialmente ventajosa en relación con los pueblos indígenas: defender otras formas de arte puede promover miradas nuevas sobre hombres y mujeres que, cuando no son despreciados, sólo son considerados –desde la compasión o la solidaridad– como sujetos de explotación y miseria. Reconocer en ellos a artistas, poetas y sabios obliga a estimarlos como figuras notables, sujetos complejos y refinados, capaces no sólo de profundizar su propia comprensión del mundo, sino de alentar con los argumentos de la diferencia el deprimido panorama del arte universal.

Notas:

[1] El contenido desarrollado bajo este título actualiza un capítulo de un texto de mi autoría publicado en: “Los desafíos del museo”, en María Luisa Bellido Gant (ed.), Aprendiendo de Latinoamérica. El museo como protagonista, Ed. Trea, S.L. España, 2007.

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Analytica del Sur Número 1. Aparición en web: julio 2014.

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