Las clasificaciones en la Psiquiatría
Psiquiatra y Psicoterapeuta. Posgrados en en la Asociacion Médica Argentina y en la A.N.A. Clínica privada y supervisión clínica.
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La clef des songes
1935, óleo sobre lienzo
41 × 27 cm
Desde sus comienzos la Psiquiatría surge bajo la égida de la Medicina (ciencia y arte de curar), determinada por dos vertientes, a saber: la ciencia moderna y la filosofía de la ilustración junto al humanismo. Es así que desde hace un siglo el núcleo “duro”, positivista, y el de las ciencias sociales y humanas vienen constituyendo su corpus teórico.
Desde la antigüedad la Medicina se ha preocupado por el diagnóstico y la clasificación de las enfermedades. La Psiquiatría, heredera de esta tradición, desde el 1800 viene tratando de agrupar los fenómenos objetos de su estudio, sólo para mencionar algunas, las clasificaciones de Kraepelin, de Bleuler, las CIE, los DSM y también la Clasificación China de Enfermedades Mentales. La APAL, en nuestro continente, ha tratado también de agrupar y enfatizar la importancia de los factores regionales en la génesis de los trastornos mentales. En la actualidad, la economía globalista ha inclinado la balanza a favor de las ciencias naturales por considerarlas más redituables y útiles para la sociedad que las ciencias sociales. La noción de que los trastornos mentales pueden ser reducidos a cambios anormales en el cerebro (discurso biologista empirista), limita la posibilidad de pensar otras maneras alternativas de conceptualizar la locura como la psicogénesis, la creatividad y el pensamiento pues, más allá de los desequilibrios neuroquímicos o genéticos, la “locura” es un modo de estar en el mundo. Dentro de la locura habrá lugar para la imperfección y también para la genialidad, un modo de estar que no implique estar “enloquecido.”
Al ser los síntomas mentales objetos híbridos (Berrios, Escuela de Cambridge) con un núcleo biológico, consistente en señales relativamente simples, cubierto por una configuración semántica -la pesada envoltura cultural-, su forma dependerá de los configuradores semánticos. Por esta razón no debe perderse de vista la secuencia correcta: las ciencias humanas son las que configuran el objeto de la investigación psiquiátrico; luego, las ciencias naturales investigarán las relaciones entre la configuración semántica y el cuerpo, pero no a la inversa. Las ciencias naturales por sí mismas no pueden dar una definición del trastorno mental.
Al psicoanálisis le debemos el haber puesto el énfasis en el componente semántico del síntoma mental. A lo largo de la historia ambas perspectivas de acercamiento al sufrimiento psíquico han pugnado por imponerse. De la resultante de esta dialéctica surgieron las clasificaciones que estuvieron en boga según el momento social y cultural y el mayor peso relativo de las escuelas europeas o americanas en el pensamiento científico.
Cualquier clasificación de fenómenos clínicos complejos es arbitraria, impone en los datos de observación una organización cognitiva que permite al observador afrontar los fenómenos de una manera más cómoda. Esta organización impuesta no es necesariamente única ni correcta (verdadera). Al ser las categorías diagnósticas constructos o modelos de ordenamiento de datos, éstos podrían ser considerados y organizados de diferentes modos. Además, la nosología científica refleja una preferencia personal y socio-cultural en la forma de cómo interpretar los datos. La psiquiatría agrega otra complejidad: las correlaciones son finitas, los correlatos son transitorios. Los criterios sociales para la selección de conductas “anormales” así como las localizaciones cerebrales que se consideran relacionadas a ellas, cambian con el tiempo.
Las clasificaciones deben ser útiles. Si generan hipótesis contrastables, su utilidad será científica; si influyen en el manejo del paciente, será clínica. En medicina, un diagnóstico y su organización en clasificaciones siempre ha de tener una finalidad terapéutica.
El diagnóstico puede muchas veces modificar la naturaleza del proceso clínico y aún agravarlo. Es una palabra que pesa y estructura. La llamada enfermedad mental porta una noción cargada de estigma por los atravesamientos culturales; por esa razón, el diagnóstico psiquiátrico no es una información neutra, unívoca ni objetiva. El contraste entre la realidad clínica observacional con una lista de constructos y la determinación de su correspondencia más o menos precisa, no puede prescindir de la subjetividad del observador.
Las nosografías permiten ordenar los diagnósticos y toda clasificación encierra una importancia ética y se debe estar advertido de los sesgos ideológicos que puedan impregnar su concepción y utilización como instrumentos de poder que, al reducir el padecimiento a un dato estadístico, justifique políticas de salud mental. El diagnóstico es una división lingüística que puede separar la normalidad de aquello que es diferente, es decir, peligroso y, por lo tanto, pasible de exclusión o represión, con pautas de tratamiento mayormente biológicos que debieran ser un medio y no un fin en sí mismos (trato vs. tratamiento), y que pueden virar rápidamente a instrumentos de facto para controles legales y éticos.
Todo puede ser clasificado desde una práctica discursiva por lo que el malestar subjetivo corre riesgo de entrar también en el furor psicopatologizador. El desafío es encontrar clasificaciones que den cuenta de las particularidades de las formas subjetivas de posicionarse frente al mundo. Si la locura es una forma de posicionarse frente al mundo, considerar este fenómeno como “enfermedad” es otorgar un posicionamiento pasivo del sujeto como “enfermo.”
El recambio de los modelos teórico-clínicos del psiquismo por circuitos neuroanatómicos cerebrales y de la fisiología neurobiológica a los que, en los últimos años se suman las bases genómicas de la psicofarmacología, ha significado una disminución constante en la enseñanza de una minuciosa evaluación clínica que focalice en los problemas de la persona, el contexto social y el conocimiento general de la psicopatología. Cien años de nosología y semiología fueron desplazados por las corrientes biologista y estadística de los trastornos mentales pero siguen estando disponibles para la psicopatología descriptiva, para la investigación en distintas áreas de la salud mental y para la práctica clínica. Es necesario revertir el impacto deshumanizante del enfoque pragmático y empirista que desalienta el conocimiento individual del paciente como sujeto.
El “Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales” constituye el paradigma actual de referencia diagnóstica en prácticamente todos los ámbitos de la salud mental. Surgió hace ya unas cuantas décadas, de la necesidad de encontrar un instrumento confiable, válido y más consistente con criterios internacionales. En las primeras versiones, el psicoanálisis pudo tener mayor peso específico. En las posteriores se dejó de considerar la naturaleza intrapsíquica del conflicto, su gran aporte, como generadora del trastorno mental. Posteriormente, cobró mayor relevancia la mirada fenomenológica y nosológica, es decir, la definición de enfermedad, las categorías diagnósticas y la clasificación. Es inusitada y hasta cierto punto incomprensible, la importancia que ha tomado este listado en todas las áreas que de una u otra manera se vinculan con aspectos de la enseñanza práctica, clínica o legal en salud mental.
Sus “criterios” son arbitrarios en sus plazos, subjetivos en su número y, principalmente, no objetivamente validados. Plantea implícitamente la obsoleta dicotomía entre trastorno mental y trastorno físico, resabio anacrónico y reduccionista del dualismo mente-cuerpo.
Su pretensión de a-teoricismo es una imposibilidad epistemológica; más bien, se diría que es politeórico y ecléctico. Para el trastorno esquizofrénico utiliza criterios de Bleuler y de Schneider; para los de ansiedad, del conductismo y biológicos; para el somatomorfo, psicodinámicos; al ignorar la estructura subyacente al cuadro clínico, se acerca al conductismo-pragmatismo, etc.
La oposición de un listado de criterios versus la historia clínica (patobiografía significante), no favorece la penetración intersubjetiva entre el médico o psicólogo/terapeuta y el paciente. Y su vocación de consistencia con criterios internacionales parte de la suposición errónea de que los hechos científicos son independientes de los valores culturales (v.g. globalización), postura sostenida por quienes pretenden que la investigación empírica no plantea problemas conceptuales.
Pero, no todo es responsabilidad del DSM o sus autores. Ellos mismos aclaran que no clasifican personas sino los trastornos que las personas padecen; desaconsejan su uso por profesionales con poca información o sin experiencia, dicen que es una guía para usar con juicio clínico y no como un libro de cocina. También aclaran con razón que, un plan terapéutico requiere más información que el diagnóstico y advierten sobre la inconveniencia de la indicación (generalmente farmacológica) automática.
Siendo pasible de tales críticas, debiera resultar preocupante la influencia que el manual ha logrado en los ámbitos académicos, asistenciales, jurídicos y de tomas de decisiones en políticas de salud mental.
Se impone, por parte de los profesionales de la especialidad una toma de posicionamiento en relación a quién decide la nominación diagnóstica, la epidemiología estadística o el “uno por uno” de los casos; sobre quién es el que padece; acerca de si es posible clasificar la realidad mental. Ha de ser posible establecer una representación científica de la llamada enfermedad mental si se la observa desde la intersubjetividad. Es necesario volver al principio de incertidumbre como motorizador del conocimiento, a un paradigma de ciencia que ponga el foco en lo que no se sabe porque, en realidad, nada sabemos. El que sabe de su padecimiento es el paciente. De ahí la importancia de la observación cuidadosa, de la escucha desprejuiciada, de la atención flotante, de la actitud respetuosa por la dignidad del paciente y su sufrimiento.
Siendo los diagnósticos y su agrupamiento en clasificaciones, constructos arbitrarios, subjetivos y provisionales (y probablemente, no verdaderos en sentido platónico), lo que queda es la clínica; lo demás pasa, como reza un antiguo dicho hipocrático, “la clínica es soberana.”
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El presente trabajo es una intervención del autor en el marco de la serie de Conversaciones Criticas –ciclo 2016, organizada por la revista Analytica del Sur en la ciudad de Bahía Blanca con el nombre “El psicoanálisis entre las leyes y las clases” en la que participaron además Ivana Chillemi, Hernán Cenoz y Daniela Gaviot en calidad de comentadora.
Bibliografía:
• Stagnaro, C. (2006) “Nosografías en Psiquiatría”. Introducción a la Psiquiatría. Buenos Aires: Polemos.
• Coover Andreasen, N. (2014) “El DSM y la muerte de la fenomenología en EEUU”. Analytica del Sur 1.
• Texeira, A. (2015) “Observaciones sobre el DSM 100”. Conceptual, Estudios de Psicoanálisis Nro. 16.
• DSM 5 (2014)) Buenos Aires: Med. Panamericana.
• Berrios, G. (2011) Hacia una nueva Epistemología de la Psiquiatría. Bs. As: Polemos.