Analyticas del Sur. Revista de psicoanlisis en la crtica cultural

Edición Nº 12 • Diciembre de 2022 •

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El tabú frente a la diferencia absoluta

Marina de la Fuente

Lic. en Psicología, miembro de la Red AAPP (Asociaciones Analíticas y Publicaciones Periódicas).

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Tabú es una palabra polinesia de difícil traducción. En polinesio, lo contrario a tabú es Noa: lo ordinario, lo que es accesible a todo el mundo. La condición de génesis de un tabú es la existencia de una ambivalencia, la presencia de dos significaciones opuestas: la de lo sagrado o lo consagrado a la acción y la de lo inquietante, peligroso, prohibido, impuro. De modo que el concepto de tabú entraña una idea de reserva, que se manifiesta en prohibiciones y restricciones, que Freud traduce en “Tótem y tabú” como “temor sagrado”.

 

Fotografía: Carolina Sanguinetti; @hornero.urbano

 

“El tabú de la virginidad” es una conferencia que Freud pronuncia en la Sociedad Psicoanalítica de Viena en 1917;  luego es publicada en 1918. En ella, Freud se refiere a la peculiaridad de la vida sexual de los pueblos primitivos, que tenían la costumbre de hacer desflorar a las adolescentes fuera del matrimonio y antes del coito conyugal, en contraposición a la valoración que le da a la virginidad  la sociedad civilizada, en la que recae sobre la mujer la demanda de no llevar al matrimonio el recuerdo de haber gozado con otro hombre. El horror a la sangre que tenían los primitivos permite establecer el tabú, en tanto el desfloramiento provoca, por lo general, efusión de sangre. Pero este “temor sagrado” se extiende como un conjuro a toda la vida sexual de la mujer y la excede. Así, la mujer llega a ser tabú en su totalidad. Aquello que el hombre teme es ser debilitado por la mujer, contaminado por su feminidad y perder la potencia de posibles hazañas. “Allí donde el primitivo establece un tabú es porque teme un peligro” (1) y todas las prescripciones de evitar a las mujeres, que podían llegar hasta la prohibición de pronunciar su nombre, denuncian un temor esencial a la mujer por considerarla extraña y enigma.

Pero el motivo más profundo del tabú de la virginidad reside, para Freud, en la “envidia del pene” en la mujer que remite al complejo de castración. El hombre teme esta “envidia” que desencadenaría en la mujer una reacción paradójica, una amargura hostil, puesto que la mujer se siente lesionada, peor servida que el hombre, se vengaría de él en la noche de bodas, castrándolo. Así el tabú cobra pleno sentido, busca evitar tales perjuicios al hombre que debe entrar en una vida común y durable con esa mujer.

Como prueba de que este tabú no ha desaparecido por completo en la vida civilizada, Freud se sirve del sueño de una paciente recién casada, que delataba el deseo que tenía la mujer de castrar a su joven esposo y conservar para ella su pene. También la literatura hace su parte: ya sea la tragedia “Judith y Holofernes” de Hebbel, en la que el primer marido de Judith había sido preso de un temor que le impidió abordarla en la noche de bodas. Luego ella, al enterarse que Holofernes había sitiado la ciudad, inventa el plan de seducirlo, se acuesta con él y luego lo decapita. La decapitación de Holofernes es interpretada como sustituto simbólico de la castración. Judith es, entonces, la mujer que castra al hombre que la desflora. O la comedia de Anzengruber “El veneno virginal”, el joven campesino que renuncia a casarse con su novia, dejándose convencer de que la muchacha es una chiquilina, que no sabe nada de la vida, permite así su matrimonio con otro y se resigna, pensando en casarse con ella cuando enviude y no sea ya peligrosa para él. Como los encantadores de serpientes, les hacen morder primero un lienzo, en el que dejan el veneno, para manejarlas después sin peligro.

El hecho de  convertir la envidia del pene en el motivo esencial del tabú, le vale a  Freud la crítica de su discípula Lou Andréas Salomé, quien señala que el tabú viene a reforzar que, en un momento dado, la mujer ha sido la autoridad suprema, luego destituida, y debía ser temida por miedo a la venganza.

Entonces la envidia del pene en la mujer es el motivo del tabú. Lo que Freud llamó penisneid. En el prólogo que German García escribe al libro de Sarah Kofman El enigma de la mujer, plantea que no es seguro que pueda traducirse la envidia al francés y al castellano como equivalente al término Neid. La envidia, el mirar con malos ojos, “nos lleva a la captura de esos objetos puestos en el punto ciego de la mirada” (2). Un escotoma, una zona, dentro del campo visual, en el que la visión es nula. El pene provoca tanto Neid, una procuración, como Wunsch: voto, petición, anhelo. La niña es quien lo ve y sabe que no lo tiene. Para una mujer su universalidad negativa se instaura como falta, su mirada sabe que no puede soportar este saber y justamente el hecho de que le resulte imposible, conduce a un no saber que se llama Neid y se promueve a Wunsch, un anhelo en torno a un punto de visión que se sabe imposible. Entonces, Penisneid es el nombre que le da Freud a la subjetivización del no tener.

 

Pudor y belleza

Si la mujer mantiene sobre sí misma y sobre su sexo un “espeso velo”, es porque debe esconder que no tiene nada que esconder. El pudor, una cualidad por excelencia femenina, a la que Freud adscribe la función primaria de encubrir la defectuosidad de los genitales, le permite plantear al final de su conferencia “La feminidad”, que si bien las mujeres han contribuido débilmente a los descubrimientos e invenciones de la historia de la civilización, sin embargo es muy probable que ellas hayan descubierto una técnica: la del tejido, el trenzado. La naturaleza habría proporcionado el modelo, colocando sobre sus genitales el vello que lo oculta. La mujer sólo imitaría a la naturaleza. Gracias a este artificio, ellas tejen, ellas cubren, urden una trama que hace posible encantar, excitar a los hombres que, de lo contrario, retrocederían horrorizados. Pero el pudor, a la vez que vela una ausencia, la constituye como algo. Dirige la mirada. O sea que, al velar, también se crea.

La vanidad, la belleza corporal de la mujer, también tendría su origen en la envidia del pene. Además del vello pubiano, la naturaleza otorga a la mujer un suplemento de belleza que seduce a los hombres y los aparta del horror que produce su sexo, lo que permite asegurarse el placer. Así, la belleza concilia el horror y el placer. La belleza es el negativo de ese horror, “está allí, abierta al desgarramiento que la constituye’ ‘(3).  Mientras la niña ve su cuerpo como defectuoso en relación al cuerpo masculino, la mujer  se complace de sí y produce cierta fascinación en el hombre. Encuentra en sus encantos una retribución tardía a su supuesta nativa inferioridad sexual. La belleza permite velar a aquella niña. Pero la belleza es portadora de un defecto. Esta mujer, se sostiene en la mirada de quien la mira- ¿el padre?, ¿el partenaire?-, es mendiga de esa mirada, y la falta de ella  la hará caer en su cuerpo como real. Es por eso que, para dejar de estar alienada a esa contemplación y volverse deseante, debe producir un movimiento. Habrá que ver si puede perder esa mirada. Pudor y belleza entonces  velan el no tener, introducen la mirada, y así, falicizan el cuerpo de la mujer.

 

La virgen y el nombre

Germán García se pregunta ¿Cuál es el apellido de la Virgen? Y responde: Su apellido es Dios. Es virgen porque no entra en la clase de los hombres. Las mujeres innominadas se vuelven inefables. La transmisión del apellido hace que la mujer sea un elemento que entra a una clase constituida por hombres. No se trata de entrar en un orden clasificatorio, se trata del “horror al anonimato” porque en el espacio exterior al designado por el apellido de un hombre, ella es una cualquiera. En su texto “Mujeres, decir la muerte”, García realiza un recorrido muy interesante sobre la función que tiene el nombre propio y, en especial, el apellido para la mujer. Ella  puede llamarse como el padre, o como el padre de la madre o como el padre del hijo y siempre, en cualquier caso, es nombrada por el apellido de un hombre. Siempre entra en la clase de los hombres y se enlaza a una sucesión temporal. Apellidar viene del latín appellitare, que significa, “llamar excitando”.

Si  los hombres dan su nombre a mujeres en las que reconocen cualidades que les permitirán convertirse en madres, ese llamar excitando cubre a Lilith con el manto de Eva. La mujer entra como “extraña” en la clase de  los hombres y la maternidad es un modo de aplastar el deseo en esa extraña. Por su parte ella, vía la maternidad, ¡por fin lo tiene!

 

La diferencia absoluta

Si bien la mujer, para Freud, estaba marcada con un menos, pues consideraba que su castración era efectiva, ese no tener anatómico lo tradujo en términos de subjetivización, es decir, qué se hace, qué sentido adquiere para el sujeto su no tener, con sus consabidas maniobras de velamiento como lo son el pudor, la belleza y la maternidad, que cubriendo el enigma del no hay, hacen aparecer cierto valor fálico del velo. Produciendo un tránsito desde ese pudor temprano, vía la belleza, a cierta falicización del cuerpo.

Por su parte, el hombre responde al enigma de la mujer con el tabú, limitando su goce, prescribiéndole una manera de circular. Aquí reside la vigencia del tabú, aunque nos encontremos en pleno auge del capitalismo con sus imperativos de goce y la virginidad haya perdido algo del valor simbólico que describe Freud en 1917, sin embargo persisten y se multiplican las  intervenciones sobre el cuerpo de la mujer, un enigma que, de todos modos,  no entra en ningún corsette.

En términos históricos, los únicos que hablaban de goce eran los hombres. El falo habla, las mujeres callan. Lacan considera que callan porque son una mancha en el sistema de representación, la mancha que escapa a toda representación, el escotoma, el punto de quiasma. Nos encontramos siempre con la imposibilidad de la representación. Ya sea por el velo infernal que tienden sobre la mujer el burka de la religión islámica o la niqab musulmana, o la ablación que se practica sobre todo en África y Oriente Medio tendiente a eliminar el placer sexual de la mujer, o las prescripciones que establecían los primitivos desflorando a las adolescentes muchas veces con instrumentos  de madera, o el tabú de la virginidad que impone a la mujer el catolicismo, ese temor sagrado que produce las más diversas intervenciones sobre el cuerpo para limitar el goce, o lo  invisibiliza, o lo mutila, o lo monopoliza, desconociendo que no hay allí una cuestión de anatomía sino de lenguaje, que hace juego con las diferencias relativas del ser y el tener  hasta encontrarse inevitablemente con un salto agramatical, la diferencia absoluta, por fuera de cualquier representación posible. No conjuga, no hace pareja, más bien despareja. Desconoce que hay un “eco en el cuerpo, del hecho de que hay un decir” (5). Un más allá del falo, que hace de la mujer un enigma también para ella, que no se sabe a sí misma y puede ser una cada vez.

 

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*  Trabajo presentado en la VI Jornada anual de la Red A.A.P.P (Asociaciones Analíticas y Publicaciones Periódicas), “Creaciones del sujeto, invenciones del parlêtre”, el sábado 1 de octubre del 2022 en el Centro Cultural Sánchez Viamonte, CABA. Escrito a partir de la participación en el Debate Conceptual de la Red “La feminidad no es lo femenino”; Responsable Verónica Ortiz, Responsable adjunta Daniela Gaviot.

Notas:

(1) Freud, S.: “El tabú de la Virginidad” 1917-(1918), Luis López-Ballesteros y De Torres, Obras completas, tomo 3, 1996, Biblioteca Nueva.

(2) García, G: Prólogo al libro de Sarah Kofman, El enigma de la mujer, Editorial Gedisa, Barcelona, 1980.

(3) García, G: “Mujeres, decir la muerte” (1980). Recuperado de Germán García, Archivo Virtual. http://www.descartes.org.ar/germangarcia/page392.html

(4) Lacan, J.: Seminario 23 “El sinthome”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2006, pág.18.

Bibliografía:

– Lacan, J.: Escritos 2, “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina”, Siglo veintiuno editores, Buenos Aires, 1987.

– Laurent, É.: El psicoanálisis y la elección de las mujeres, Editorial Tres Haches, Buenos Aires, 2019.

– Freud, S.: Obras completas, Tomo 2 , “Totem y tabú” (1913), traducción de Luis López-Ballesteros y De Torres, Biblioteca Nueva, 1996.

– Kofman, S.: El enigma de la mujer, Editorial Gedisa, Barcelona, 1980.

– Miller, J.-A.: Conferencias porteñas, Tomo 2, Editorial Paidós, Bs. As., 2009.

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Analytica del Sur Número 1. Aparición en web: julio 2014.

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