Epifanía de los epitafios, de Enrique Acuña, o de cómo leer sin dejar de escribir
Miembro del Cid – Tucumán. Miembro del Instituto Oscar Masotta (IOM2). Miembro de la Asociación Freudiana de psicoanálisis. Profesor universitario. Escritor.
Enrique Acuña es psicoanalista y escritor. Dicho así, parece un oxímoron aparente, ya que, como dicen los entendidos, el psicoanalista escucha, en tanto el escritor escribe. Sin embargo, rápidamente se revela la banalidad de esta afirmación. Como lo ha practicado Sigmund Freud y lo ha enseñado J. Lacan, la escritura de un analista es una manera de impulsarse a partir de lo perdido en un análisis, una forma de vivir intensamente la vida en presencia latente de la muerte.
Por otro lado, la escucha psicoanalítica es un tótem absurdo. No hay psicoanalista más eficaz que el que sabe decir y, con esto, cambiar algo de las rutinas de satisfacción de su analizante.
Tras lo dicho, propongo algo muy simple. Me parece que la poesía de Acuña está dicha con intensidad, pero a la vez, con una voz muy baja, como los comentarios de medianoche. En su hermoso poema “Callar diciendo”, que cierra este espléndido libro, afirma que “debe saber callar el solitario, diciendo sus versos en reverso”, como si quisiera llevarnos hacia esa zona de silencio que ha prestigiado siempre la verdadera poesía.
Es también un escritor que sabe jugar con la lengua, como el Girondo de En la masmédula. Utiliza las palabras como lo que son, simples unidades que, corriendo apresuradas hacia la frase, donde alcanzarán unas migajas de significación, se juntan, se mixturan, se dislocan, se unen, en composiciones cuya dificultad aparente de comprensión, nos conducen hacia un lugar de evocación que nos complace, aún cuando secretamente, trabajemos cada día para huir de esas satisfacciones.
Como afirma el poema “Adiós a las dos”, de una manera sin énfasis: “Dos hermanas de sangre azul/ amaban para eso:/despedirse con el ruido/ de los aviones despegando” y concluye, con un humor decididamente maligno: “faltaron al adiós de las dos/porque eran tan asfálticas y urbanas/que sólo amaban/veranear/en el tubo de los ascensores”.
Y, finalmente, en Epifanías de los Epitafios, se evoca un objeto indecible de satisfacción cuando se escribe: “Taco aguja en el cespedmenterio/ cuando duele el duelo dormido/ ella despierta erotizado /fuga nardos en las manos/ y tropieza lápidas sin nombre”, como si el poeta quisiera aquí develarnos algo del ser femenino y fracasar espléndidamente en el intento.
Quisiera agregar algo más. Enrique Acuña sabe leer, y lo ha hecho, en el sentido más amplio posible. Su poesía aparece en el cruce de tantas escrituras que sería demasiado universitario si pretendiera nombrarlas.
Pero, al mismo tiempo, ha aprendido de esas innúmeras lecturas que estas no pueden ser la ocasión de una inhibición. Es decir, escribe (y magníficamente) no cediendo a la tentación de suponer que todo está dicho, ya que lo particular de un sujeto nunca puede ser reducido a un silencio confortable.
Escribe, y de su escritura surge un mundo novedoso. Aquel que se abre cuando convertimos nuestros fantasmas en algo más que la ocasión para una satisfacción privada, pequeña e inútil. Por el contrario, él se coloca en una zona pública (la que brota de la edición y poco importa aquí que sean muchos o pocos quienes lo lean) y hace de lo que imaginamos como su subjetividad, un poema. Esto es, un artefacto incrustado en la cultura y la sociedad de nuestros días y, por eso mismo, un producto que ya no le pertenece.
Semejante tarea no requiere de dotes especiales. Estoy seguro que Acuña, al que conozco desde hace ya mucho tiempo y con el que me unen el psicoanálisis y la poesía, sabe cómo enredarse y desenredarse con la lengua, haciendo de esos vericuetos de una existencia una ocasión magnífica para el deleite de sus lectores.
Como escribió Julio Cortázar hablando de Lezama Lima “¿Por qué escribir si de alguna manera ya todo ha sido escrito?”. En cierta forma todo poeta tiembla un poco al plasmar su nuevo primer verso, si es más fácil dedicarse a los placeres sencillos que intentar siempre decir algo que no ha sido dicho.
Este libro de Enrique Acuña muestra, me parece, una respuesta en acto a la pregunta cortazariana.
Algo del deseo circula por ahí, por esas páginas que una a una componen este libro preciso. Decir, sin importar quienes nos precedieron, calculando sin saberlo la novedad de estos poemas, esa es la lección que saqué leyendo esta magnífica Epifanía de los epitafios.